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Inicio / Cuenteros Locales / maidenista / La anticipación de las ías o Las Domésticas

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Dijo señora me casé. Los chicos apoyamos las tacitas de té en el aire, despegadas unos centímetros de nuestras bocas abiertas. Nadie la vio como mujer, salvo por eso de barrer y limpiar. La señora se levantó y no sabíamos si la iba a felicitar o abofetear. Cuando depuso su rostro de asombro, un poco taciturno y un poco gris por el avance del atardecer y de su vida, y por el cansancio de ser una mujer siempre pujante, de tener como lema de vida “rápido y bien”, dijo con naturalidad fingida “pero cómo no avisaste. Te felicito”. Esa tarde lo sospeché con el cuerpo. A mi conciencia llegó una semana más tarde.
Esa noche mi madre cenó silenciosa. Cubierta de un misterio sólo dijo “con la sopa alcanza”. Se refería a sí misma, y cuando la terminó, se levantó sin mediar palabras. El desayuno fue más o menos igual, excepto por el detalle de que nadie desayuna sopa. El almuerzo fue ceremonioso como solía acostumbrarse en mi casa. Todos nos vestimos como lo exigía la ocasión. Yo usaba unos ridículos zapatos que odié por muchos años y que aun puedo odiar todavía en mi memoria. Tengo la esperanza de llegar a amarlos con el tiempo, por el ardid de la nostalgia. Si tal artilugio no se ha concretado será garantía de mi juventud cuestionable sólo por la delicadeza de mi cuerpo y su salud. Tales zapatos fueron el primer síntoma de mi enfermedad, síntoma para mí porque yo no había notado nada malo en mí hasta ese entonces. Explicar por qué los zapatos exigió que tomase conciencia. Me supe distinto por las burlas y luego por mis justificativos, y así comenzó el calvario. Luego de los zapatos, la segunda indumentaria absurda que vestí fue la camisa, una de las camisas que supo conseguir, las camisas que me distinguían de mis infantes prójimos. Mi silencio de buen hijo siempre fue la cuna de mi culpa: es paradójico.
El almuerzo para gracia de todos transcurrió con mayor naturalidad, pues las variaciones trastocaban levemente nuestros espíritus y almas, y provocaban incomodidades difíciles de precisar. Según decía, “se alteran mucho”. Madre llama a María y le dice de frente marche “¿UD. va a dormir otra noche en esta casa?”. Era eso lo que se gestaba en silencio. Quién plancharía-lavaría-limpiaría-cocinaría. Pues no resultaba razonable para ella que una mujer de su casa pasara las noches en un techo distinto al de su cónyuge. Tampoco cuajaba que una dama de su clase quedase desamparada entre las “ías” mencionadas. No era de su clase ponerse a conjugar verbos domésticos en primera persona, ni había pensado jamás en ella como en una mujer, lo que producía la compleja situación a que nos enfrentábamos. Como una nube negra ella veía acercarse los deberes nefastos, como el símbolo de un mal negro que avanza. Porque hay dos grandes males según entiendo: quedarse sin doméstica y conseguir una nueva. Porque si es malo decirle a María “vamos a tener que dispensar de sus servicios”, es peor tener que meter una María extraña en la casa, sobre todo con las tantas cosas valiosas que uno tiene, merecedoras de un tacto delicado y plumífero, que no toda empleada sabría proveer.
María estaba impávida. El silencio era espeso, aun más en función del enorme espacio que lo acogía. Era como que la habitación se hacía alta y profunda y el silencio se hacía chiquito, se agazapaba sobre sí mismo y trasmutaba en la figura de una delgada mujer mal arreglada a causa del desempeño en sus tareas. Luego de lo que habrían sido unos minutos, la señora le dice a María que se calme y que lo hablarían a la noche. La sola idea de sumarle oscuridad al silencio me provocó y aun me provoca escalofríos. Piensen que sería la primera vez que alguien de la servidumbre irrumpía en la comodidad hogareña con una vida privada que pretendía desestabilizar nuestra afianzada alegría. Llegué a pensar si todo esto no sería una estrategia leninista para disputar un aumento salarial. O más aun, una conducta íntegramente conspiradora contra nuestro status quo. El buen servicio de la merienda calmó estos temores.
La dulzura con la que continuó unos días más a nuestro servicio fueron disipando mis temores de una revolución general de los sirvientes, que había motivado mis inusitados gestos y cordialidades hacia ellos. Pensé que la turbulencia se había calmado, que había sido todo un mal entendido, un enojo temporal o incluso un sueño. Cuando María se acercaba con ese aroma herbal dulce y refrescante y de la tetera vertía un líquido caliente y feliz yo me sonreía y me sentía acogido en un letargo calmado y somnoliento que verificaba mis certezas: todo había sido un sueño o producto de ciertas causas confusas e indeterminables que de pronto se desvanecieron restaurando totalmente el estado de cosas.
Una mañana Madre nos hizo bajar de nuestras alcobas y abandonar nuestras tareas matutinas. María estaba sollozante y junto a sus maletas, con un pañuelo sujeto al rostro, pero sonreía. Madre la saludaba como a una hija que finalmente se iba de la casa, la aconsejaba y le recomendaba ciertas cosas. Nos ordenó que nos despidiéramos y María cargó sus maletas cruzando el umbral que la llevaría a su propia vida y la quitaba de la nuestra.

Texto agregado el 21-02-2009, y leído por 264 visitantes. (1 voto)


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