En un día como éste, como cualquier otro de los ya antes vividos, te recuerdo. A pesar de la aguda punzada que siento en mi pecho cuando totalmente borrosa en mi mente, se escabulle tu imagen aunque no quiero seguir pensándote.

Sólo a ti. A ti, que me tomaste de mi valle de inocencia y abandonaste en la nada. A ti, que te he llorado en las últimas cincuenta estaciones, aunque juraría que todas han sido invierno. A ti, que me ofreciste amor eterno, mas nunca llegaría mi final feliz.

Rememorarte me encanta, pero quebranta sutilmente mis sentidos. Es agridulce. Es mi pesadilla de ensueño.

“Es complicado”, me dijiste en aquel atardecer, y siendo de hielo, ignoraste mis súplicas y te fuiste.

Fue entonces que dejé de creer en cuentos de hadas, en las princesas de la torre que son rescatadas por su príncipe azul, en corcel. Porque la torre se desmoronó, y yo aún estaba dentro; el príncipe clavó su espada en mi corazón, y sonrió cínicamente antes de marcharse con los resonantes galopes de su caballo.

Fue él quien quemó las rosadas páginas de una cursi historia de amor. Fue él quien no quiso compartir la felicidad…

Me pregunto, ¿vale la pena seguirte culpando después de tanto tiempo? Si bien he concluido que fue culpa de ambos. Yo, la ilusa jovencita que quería escribir el “Fin” en su historia rodeada de flores, y tú, que sólo buscabas abrazarme un momento y apuñalarme por la espalda más tarde.

¡Maldito sea este sentir humano! Ahora, dime pues, ¿quién se fijaría en la longeva princesita sin corona, sin sedosa castaña cabellera, con la piel marcada de ceniza y el vestido rasgado y maltrecho?

Y fuiste tú el que me quitó mi ilusión, el que me empujó al vacío y arrebató la oportunidad de escuchar los dulces líricos que pudieron ser entonados en mi boda. No llegaron. Nunca se entonó ni una sola partitura, ni una sola nota se escabulló a mis oídos. Miserable infeliz de mí, que no puede dejar de amarte. Pero aún así, trato de aprender a odiarte.

Siempre me repetía: un último llanto, una última lágrima por derramar, y un último quejido lastimero, por ti. Y cuando mis ojos quedaron secos, cuando las lágrimas ya no emergían, y cuando ni un mísero monosílabo fue capaz de manar de mi garganta, me cansé. Tu anteriormente ilustre imagen, a la que fui fiel devota, se convirtió en un insulto al buen arte. A mi arte.

Fue por ti que aprendí a estar así. Gracias a ti me volví fuerte, gracias a todo ese dolor y rencores. A tu lado nunca me permitiste ir más allá de los muros del patio; debido a ti, sentí miedo. Debido a ti, aún tengo miedo. Tus acciones trajeron como consecuencia que me aislara, que ya no confiara no sólo en el resto, sino tampoco en mí.

Quisiste que fuese tu flor atesorada, la que nadie más pudiese apreciar. Y me marchité. Porque no me cuidaste, porque no pasé de ser un juguete en tus manos. Porque ya no había calor abrigándome, ya no podía ver la luz del sol.

“No comprenden nuestro amor”, me decía, ilusa, cuando despertaba abrazada a ti, enredada entre las sábanas de seda. Y moría por seguir siendo tuya, por gritar a todos cuánto te amaba, y cómo gozaba con un simple beso, que, más adelante, nos conllevaría a una noche desvelada.

Hoy que estoy tan despiadadamente sola, hoy que recuerdo tus juegos, hoy que descubro que hay algo más, pido de favor a los cielos, que me permitan amar. Que me dejen soñar que todavía hallaré a alguien especial, sentir que aún hay otra oportunidad.

Y aquel traidor, aléjale. Que no me busque, pues él se escondió de mí una vez. ¡No te me aparezcas, sombra del pasado, pues he descubierto tus mentiras! Anhelo guardarte en mi memoria como cuando te amé. Y espero, algún día, poder decir que por ti, ya no siento nada.