–¿Por qué lo ocultan?

–No lo ocultamos, simplemente no lo decimos.

–¿Y por qué no lo dicen?

–Por diferentes razones: una de ellas, es porque simplemente no podemos; porque algunos de nosotros nunca logra aprender la forma de comunicación de ustedes. Nosotros no utilizamos lo que ustedes llaman cuerdas bucales para hablar, sino que empleamos algo similar a lo que ustedes le han puesto el nombre de voluntad; otra razón es porque otros no aprenden cómo utilizar el cuerpo al que llegan y, simplemente nunca dicen ni hacen nada. El poco tiempo que permanecen así, están luchando y tratando de comunicarse, pero no pueden; creo que les dicen autistas...

Éste es el primer dialogo que leí cuado –al azar– abrí el documento que contenía el informe del doctor Cisneros, que no es más que una serie de entrevistas realizadas a un adolescente internado en una clínica para jóvenes adictos y depresivos.
El doctor me había contado vagamente sobre su experiencia con el interno, la cual despertó en mí cierto interés, pero al no encontrarme muy convencido, prometió entregarme su informe completo si yo accedía a publicar un libro del mismo, de otra forma, me lo enseñaría, pero no me permitiría llegar más allá de lo que pudiera leer ante su presencia.

Mi negativa para publicar un libro sobre un adicto que se decía un “ángel”, fue rotunda y, en principio, era más poderosa mi duda sobre la veracidad de sus palabras.
Sin embargo, después, al leer esa primera serie de preguntas y respuestas –que cité al inicio de esta cuartilla–, quedé atrapado y no me quedó más remedio que aceptar, aunque la posibilidad de que el contenido total del informe fuera algo descabellado era latente y mi carrera periodística se derrumbara a consecuencia de la futura publicación del libro.
(continua)