Mi infancia fue entre cuentos de hadas y la realidad brutal de lo efímero.
Por un lado ranas que se transformaban en príncipes en un dibujo plasmado en papel, por el otro la certeza de la muerte, el mirar a mi abuelo y pensar que se iba a morir la belleza de sus ojos algún día, el encerrarme llorando para que nadie supiera que estaba haciendo el duelo de una tristeza futura, eterna.
Así fue mi niñez, no todo era Nino, no todo era Panchín, no todo eran tardes de siesta y sol, o de fuego y poemas viejos.
Siempre estuvo en mí ese fantasma, a todo le encontraba muerte y tristeza.
Tal vez por eso empecé a creer que la vida era más que trabajar, tener una familia, un auto, una vida simple. Tenía que haber algo que compensara todo lo malo, pero acá, entre nosotros, nada de postmuerte, nada a tan largo plazo.
Me dije que los ancianos tenían que saber más sobre eso que nadie, y a ese “eso” le llamé magia.
Iba de gente en gente con mi pregunta “¿Hubo magia en su vida alguna vez?” y me he encontrado todo tipo de respuestas, desde cuentos de aparecidos y luces malas hasta “Melina, dejate de embromar con tus rarezas” Sólo una respuesta, que me pareció muy simple en aquella época, fue la que más se acercó a lo que buscaba: “Claro, te tengo a vos, eso no es casual” La respuesta fue de mi abuela.
Pero no me sentí conforme, yo buscaba magia de varitas. Así que me convencí de que era cuestión de voluntad, que si uno ponía el esfuerzo ocurría la magia. A partir de ahí no hubo rama que me encontrara a la que no tratara de sacarle estrellas o alguna chispa, al último era cualquier palo, incluso intenté con alguna hoja seca y dura.
Nada.
Pero ocurrió en una ocasión algo distinto, vi, no recuerdo bien dónde, una foto del Dalai Lama. Recordé que en la biblioteca de mi abuela había un libro con su historia y me zambullí en ella. Me dije que por fin había encontrado magia, que había alguien que sabía cómo lograrla y que no podía morirme sin conocerlo. Pero claro, para una nena de siete años que pocas veces había salido del pueblo, cruzar el charco era imposible.
El tiempo pasó, sólo quedó el deseo o la esperanza de aquella magia, acaso nada más el recuerdo de que una vez tuve intención de encontrarla.
Cuando tenía veintitrés años estaba en la ciudad, en una parada de colectivo, un día cualquiera. De pronto cortaron la calle y estacionó frente a mí una limosina negra, se bajaron de ella un anciano Lama y unos cuantos monjes. Giró la cabeza y me miró, sólo un instante, pero me miró. Se me cruzó en ese momento la idea de que era el Dalai pero la deseché por improbable y absurda.
Era, claro que era el Dalai. Pero no tuve la certeza hasta que llegué a casa y prendí la tele.
Había ocurrido magia en mi vida. Recordé la frase de mi abuela “no es casual...” y ahora pienso distinto sobre los encuentros. Cada vez que alguien nuevo llega me digo “no es casual...” y palpo la magia en cada segundo que respiro.
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