El brujo estaba muriendo. Miró por la ventana de su habitación, alcanzó a divisar el mar brillante por el sol de la mañana. Este brillo se repetía en sus ojos, que eran dos pequeñas esferas que costaba identificar entre su cabellera blanca y gruesa. Su piel, rugosa, denunciaba el paso del tiempo para ese viejo moribundo. Sobre su cabeza descansaba un prominente sombrero azul, terminado en punta, como el de cualquier otro brujo. Y debajo del sombrero, asomaba nuevamente ese rostro, asustado, reposado contra el suelo, contando los últimos minutos de la existencia.
Ese hombre era un brujo, como cualquier otro, pero se destacaba por dos cosas: por sus insignificantes ojitos, y por su carencia de poderes màgicos. La primera de sus desdichas no habìa causado grandes consecuencias para su vida; solamente que a algunas personas les costaban mirarlo a los ojos, simpelemtente porque no lograban encontrarlos. En cambio, la segunda lo había marcado a fuego desde pequeño, cuando los otros brujitos jugaban a quemar árboles o crear palomas y él quedaba desplazado porque no podía hacer truco alguno. Los más cizañeros llegaban a acusarlo de no ser brujo, ya que nunca había podido demostrar destreza para efectuar un solo hechizo. En esa época, se pasaba largas horas practicando inútilmente con su varita de madera, tratando de mover hasta la piedrecita más pequeña, pero su ilusión jamás se concretaba, la piedrita se quedaba inmutable, con su aspecto irónico y burlón.
Así fueron pasando los años, y el brujo fue finalmente rechazado por su comunidad, acusado de inútil y hasta de persona. Pero él sentía que sus manos escondían sus hechizos; esto siempre lo había sentido y por eso seguía sintiéndose tan brujo como el más poderoso.
Ahora, ya había llegado la hora de su muerte. Una tristeza profunda le llenaba el alma. Si no lograba revertir su destino, su vida habría sido una farsa.
"Debo lograr un hechizo" - pensó - "Estoy más seguro que nunca de que mis manos celosas ocultan su poder". Tomó la varita de madera con esas temblorosas manos, y sus ojitos encontraron rápidamente una piedrecita para movilizar.
"Piedrita muévete" le dictó con toda la furia de su cuerpo, con la rabia de una vida entera de mentira. Pero la piedra reposaba.
"Piedra maldita muévete ahora" - repitió. Pero no había caso, sus fuerzas ya se debilitaban y no había respuesta de la piedra.
Entonces, la tomó y la observó de cerca. "Mis manos podrán postergar mi brujería hasta mi último aliento, pero nunca podrán detener a esta piedra apenas logre ponerla en movimiento" - dijo, y la arrojó con su último suspiro por la ventana. Unos instantes después, el brujo murió, y la piedra cayó al mar. Nunca más nadie la volvió a ver.
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