Se acercó lentamente. Los médicos decían la verdad. El progreso había sido asombroso. Su hijo había recuperado el aspecto físico de un hombre sano y lo emocionó ver en su rostro las facciones de un adulto.
Con dificultad Miguel logró sentarse para ver a su padre y pidió a los médicos que los dejaran solos, estaba perdiendo de a poco su voz y necesitaba decir muchas cosas.
Pidió perdón por haber fallado, por no haber luchado más. Abrazó a su padre con todas las fuerzas que le quedaban. Susurró, entre lágrimas por largos minutos, algunas cosas, a los oídos de Raúl do Santos, y luego su cuerpo empezó a desmoronarse.
El viejo magnate llamó con desesperación a los médicos que se encontraban afuera. Pusieron al joven sobre la cama nuevamente y le inyectaron un calmante.
Se estaba convirtiendo otra vez en el joven escuálido y tullido que ingresó al centro hace un mes atrás. Cuando el calmante hizo efecto do Santos pidió a los médicos que se retiraran, sabía que su hijo se moría y no quería que lo haga teniendo a estos extraños como espectadores.
Pasó junto al joven toda la mañana y toda la tarde, viendo cada detalle de la violenta mutación que este sufría a medida que pasaban las horas. Y cuando menos lo esperaba llegó también la noche.
La habitación estaba en penumbras. Sus paredes cobijaban el llanto del viejo magnate, que apoyaba su blanca cabeza sobre el pecho del joven que agonizaba. Entre lágrimas el anciano repetía "¿Por qué Miguel?, hijo por qué". Y como respuesta, Miguel usó el último aliento para nombrarla, para sentir una vez más el perfume de su pelo pronunciando su nombre, "Ana"…
Y finalmente murió ante los ojos incrédulos de su padre, que destrozó el silencio del edificio con sus gritos de dolor.