Vivíamos en esos años detrás de lo que era Obras Públicas, en las afueras del pueblo. Único lugar donde Don Juan había logrado conseguir un empleo y una casa para alquilar. Presumo que por intermedio de algún buen amigo, aún a costa de su posible desgracia. Mi Papá se había declarado opositor al Dictador Trujillo, después del asesinato de las Hermanas Mirabal y eso lo expuso no sólo a la represión sino a la muerte civil: Los amigos eran muela de gallina entonces.
A pesar del aparente repudio de nuestros compañeritos de la escuela y del barrio; aún sintiendo – yo tenía nueve años – la gravedad del asunto en forma de paleros que pasaban amenazadores y agresivos por la casa; la falta ostensible de dinero y la desgracia pública; nosotros éramos cercano a felices. Seis hermanos, cinco de los cuales varones, no sentíamos realmente la falta de los amiguitos y las amiguitas. Mami decía “vayan a bañarse” y entendíamos “váyanse al río”. El Río San Juan estaba a una cuadra de la casa y nos íbamos en fila india, los mayores cuidando a los pequeños y el pueblo entero, sus ojos sobre nosotros.
Pero ya yo era grande. Tenía casi diez años y me dejaban ir solo al río. En las vacaciones salía desde temprano en la mañana, a pescar, y no regresaba hasta bien entrada la tarde. Nada complicado, comía cualquier cosa, sobre todo las frutas: mangos, cajuiles, caimitos, mamones, lo que apareciera. Las ramas de güásima, eran mis predilectas para hacer las “varas”. Me gaviaba en la mata por el tronco, apoyándome en las ramas fuertes, cuchillo en ristre, subía hasta encontrar las adecuadas: firmes, de curvas exactas, ni muy anchas ni muy estrechas. Ya escogidas, las pelaba bien con mi cuchillo y les hacía una hendidura en la punta para amarrar el cáñamo o el nailon. Siempre dos o tres, por si alguna se quebraba. Anzuelos de justo tamaño y tuercas de las que buscábamos en los talleres de arreglar carros, como pesas. No era difícil, tampoco, conseguir las lombrices, en los terraplenes de la orilla se encontraban abundantemente. Hacía falta, eso sí, una latica de salsa vacía, para guardarlas con un poco de tierra mojada, buscando que no se sequen con el sol. El resto era encontrar el charco adecuado. Casi siempre tilapias, a veces caían guabinas y anguillas. Llegaba con mi botín a la casa para la algarabía colectiva. Doña Ercilla se encargaba solo de cocinarlas puesto que llegaban ya limpias. No es de buen pescador no limpiar sus presas al terminar la jornada. El Azulito, el Tocón, el Charco de los Cueros y debajo del puente, eran mis puntos predilectos. El Río San Juan no estaba represado entonces y dejaba bajar su torrente entero de aguas cristalinas y frías, desde la cercana Cordillera Central. En todos me bañaba, era común encontrar a gente del pueblo y a José, siempre José, el mayor de nosotros. En todos menos en el Charco de los Cueros. Había, para mí, un misterio insondable sobre esa porción del río. Los grandes se burlaban: “ajajá, ajajá”, cuando les preguntaba. Pero José sí sabía, y de seguro había ido. Su grupo: Surilo, Sobiesky, Emmy, Elías, Colón, y qué sé yo cuántos más de “Los Pérenis”, como se hacían llamar, conocían el secreto sin soltar prendas. “No me jodas” era lo único que recibía de José cuando le asediaba. Me moría por saber.
El día de mi cumpleaños diez, me lo contó: “ahí se bañan las prostitutas del pueblo”, me dijo, “encueritas en pelota” acentuando cada palabra. Debí haber dejado la boca como una batea porque a seguidas me dio un soberano chefle, “cierra la boca, parigüayo, es mejor que ni se te ocurra ir, es peligroso” “Que ni se me ocurra”, ajajá, ajajá, me reí yo. Claro que luego de que se fuera, me hubiera ganado mi par de coscorrones. Eran cuentos de camino. Como aquél que me contaba Papatín, el preparador de la zapatería de mi papá, de que los peces salían a la orilla “en la fresca, a tomar aire; hace mucho calor en estos días”.Y yo que me di mi viaje y todo, a ver si era verdad.
Salí más temprano que nunca al otro día, pero no me atreví si no hasta ya de tarde. Me entretuve pescando buen rato, luego me bañé y armamos la batalla de campá habitual con los tigueritos del barrio. Estaba distraído, más de una vez sentí muy cerca de mi cabeza la pierna de uno de ellos, saliendo como rayo, del agua. Cuando se fueron, hice como si me quedara limpiando los peces, en cambio fui a esconder todo al tronco hueco que guardaba para mis cosas. Dejé también la camisa pero no las sandalias. Me iba por el río. Si acaso se me ocurría ir por los senderos, siempre aparecería alguien que me reconociera y me hiciera devolver “¿tu no eres el hijo de Don Juan? ¡váyase a su casa, carajo!” Y no era la de no obedecer, luego sería peor cuando se lo contaran al viejo. Me fui orillando el río, sabía dónde quedaba, aunque no estaba cerca.
No había nadie. Tanto joder y no había nadie. Ni mujeres en cueros, ni alma ninguna. Nadie. Era hermoso, eso sí. Impresionante. No recuerdo ninguno de los otros charcos tan bello como este de los Cueros: azul verdoso, amplio, solitario, suelo arenoso, casi un remanso. Las orillas enlodadas, como si alguien se hubiera bañado recientemente. Merecía su fama pero no había nadie. Decidí nadar, estaba ahí, y el camino me había hecho sudar. Era, como quiera, una delicia para bañarse y refrescarse. Entonces, sucedió. Me lo advirtieron. De pronto no encontré fondo, ni cielo, ni respiración.
-Como si no te conociera, parigüayo, las caras burlonas de José y “Los Pérenis”, cuando finalmente pude abrir los ojos, tragar aire.
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