Helio había congelado su rostro en una sonrisa, mientras su mente vagaba imaginando a la joven que tantas ganas tenía de conocer y que había esperado encontrar en esa reunión, y de a ratos prestaba atención a lo que sucedía alrededor. La junta directiva de Crisol estaba compuesta por diez respetables ciudadanos, seis hombres de traje, pelo canoso y grave semblante, cuatro mujeres generosas y atentas. Ceballos se había adueñado de un extremo de la robusta mesa de madera ovalada, en tanto Helio, representando a Silvia, permaneció hundido en el mullido sillón mientras el abogado discutía acaloradamente. En butacas alejadas del centro de la habitación, una paciente acompañada del Dr. Avakian y una pariente, esperaba con la cabeza gacha. En la pared opuesta, Lucas y su abogado escuchaban en reserva. El psiquiatra estaba terriblemente pálido y Helio notó sus nudillos blancos aferrando con fuerza el brazo de su silla.
La descompostura de Massei se debía a la presencia de Vignac en la sala. Ceballos lo había presentado como un asesor contratado por la familia. Fiel a su papel conciliador, Helio ni siquiera le dirigió una mirada al erudito. Massei intervino para solicitar que el abogado probara su acusación de que convivía con una paciente. Helio lo miró y esbozó una ligera sonrisa de aprobación. ¿Por qué no había venido esa mujer a verificar su palabra? ¿Tenía miedo de Vignac? En su poder tenía una copia de los papeles del investigador, incluyendo su historia clínica. Vignac le había dicho que bajando su metabolismo al no consumir sangre por un tiempo, había engañado a los médicos, pasando por un tipo de anemia inexplicable, tal vez genética.
–¿Qué? –gritó el Dr. Massei, levantándose de un salto.
Helio volvió a prestar atención. El abogado lo estaba tratando de calmar, tirando de su manga para que volviera a tomar asiento; Avakian sacudía la cabeza, incrédulo; y Ana se removió en la silla, incómoda bajo la mirada inquisitiva de los miembros de la junta.
–Entre las diversas irregularidades que se han constatado –prosiguió Ceballos con un tono pedante que irritó a Lucas al notar la desconfianza en varios que le clavaron la mirada–, tengo testimonios que indican un intento de abuso sexual por parte del doctor...
–Chismes –murmuró Avakian entre dientes.
Lucas observaba a Vignac, convencido de que detrás de su presunta gravedad se estaba divirtiendo un montón. Le tocó el turno a Ana de hablar, aunque apenas encontraba coraje para abrir la boca ante toda esa gente. Comenzó en voz baja, diciendo que había venido por su propia voluntad y, con cierto acaloramiento, agregó que esos rumores no habían salido de ella. Queriendo salvarla de su posición, una mujer de la Fundación preguntó al abogado si tenía a mano el testimonio.
–La persona que me contactó no desea hacer público su nombre, por temor a represalias en su trabajo –replicó Ceballos–. Lo que solicitamos es una investigación.
–De acuerdo –el presidente de la junta asintió solemne y mirando a Massei, que se había puesto rojo, declaró–. No vamos a dejar el asunto sin un seguimiento adecuado.
–Un momento –interrumpió Helio, parándose junto a Ceballos–. Creo que mi abogado ha ido un poco lejos en su intento de defender los intereses de mi prima, que como Uds. saben, no se encuentra en una condición mental... racional. Sólo pedimos que se le de la posibilidad de tener el tratamiento que necesita, sabemos que es un peligro para sí misma, y ya no va a ejercer. Que no se la acuse de otra cosa que... su manía con los ritos mágicos que el Sr. Vignac les ha explicado. Mi familia está dispuesta a indemnizar a los pacientes que hayan sido objeto de negligencia, así como al Dr. Massei.
El español le dirigió una mirada franca que desarmó a Lucas, conmovido luego de lo que había pasado en esa mañana tétrica de lunes. Asintió sin saber lo que pasaba alrededor.
En la vereda, suspiró, alzando los ojos al cielo nublado que se reflejaba en los cristales celestes del edificio. Una presencia lo inquietó. Materializándose a su lado como un fantasma, Lina le tocó el brazo. Al mismo tiempo se abrió la puerta del hall y se les unieron Helio y Vignac, quien exclamó con una risa irónica:
–¡Ja! ¡Miren lo que tenemos aquí! ¿Saliendo a la luz del sol, Niobe?
Lina se sobresaltó, aunque había supuesto que estaría allí.
–Si las cucarachas como tú salen de día, yo también puedo hacerlo –replicó con un desdén insuperable. Llevaba un pañuelo de seda que le cubría el espeso cabello sedoso, lentes de sol, y un traje sastre ajustado. Helio admiró su silueta compacta y ella le devolvió la mirada–. Un pariente supongo... Hueles como ella.
Al escuchar esto, el joven se tragó el saludo que tenía en la punta de la lengua y por un segundo desapareció su sonrisa. Vignac arremetió:
–Uds. jóvenes se dejan impresionar por una mujer tentadora. ¿No ven que es solamente un efecto de las feromonas? Ella es una máquina fría, genéticamente preparada para atraerlos y cazarlos –Lina se encogió de hombros, él sacó de su ataché unas fotos y agregó, bajando la voz–. No crean que les hablo de leyendas y supersticiones sin sustento, sino de hechos. Aquí, hoy, entre nosotros. Miren de lo que son capaces estos monstruos...
Helio había tomado una foto blanco y negro de gran tamaño y Lucas la observaba de reojo, primero incrédulo y luego asustado por lo que sugería: un cuerpo tirado en la calle entre cajas de cartón, tapado por una manta blanca que dejaba ver su mano sucia.
Lo que habían visto los patrulleros al concurrir a esa llamada temprano les erizó los pelos: regueros de sangre se deslizaban por las grietas del asfalto hasta la alcantarilla. El cuerpo pálido yacía en la vereda, con la cabeza volcada por fuera del cordón y un brazo extendido hacia ellos, suplicante. Un policía miró en torno las ventanas cerradas de los edificios y casas, en el silencio del alba, tragando el aire húmedo y frío para contener la náusea. Se trataba de una joven rubia, con las raíces oscuras y ojos velados por la muerte, desnuda, toda cubierta de heridas, abierta como una flor roja. En poco rato tenían la calle cortada y el ruido de las voces, los motores y sirenas, hacía más soportable la escena. Los periodistas empezaron a llegar en camionetas y a cuchichear con los agentes que salían del cordón, tratando de obtener una buena toma, pero decente como para que pudiera ser utilizada.
El comisario ordenó que la cubrieran y el técnico que la estaba fotografiando le tiró encima un nilon blanco hasta que la levantaran del sitio para llevarla a la morgue.
A las siete y media, cuando bajaba camino al trabajo, Julia Stabiro se topó con un grupito conversando en la puerta de su edificio. El portero de al lado le estaba contando a dos vecinas lo que había sucedido en el barrio. La joven captó algunas palabras sueltas y se los quedó mirando sorprendida, pero siguió de largo porque iba apurada. Al llegar a la parada observó el movimiento en la siguiente bocacalle –unos policías cerraban las puertas de la camioneta blanca con su triste carga– y distraída, se dio contra un hombre de negro que también contemplaba la escena.
–¡Perdón! –exclamó Julia, alzando los ojos.
Se había dado contra un duro omóplato porque el otro le llevaba cabeza y media. También percibió un perfume sutil y delicioso, y tras un momento, contempló su rostro austero y unos ojos penetrantes, brillantes. Esperó, desconcertada por la dureza de su expresión, hasta que de pronto él aceptó su disculpa y su rostro se suavizó por la línea de una sonrisa. Julia sintió una bocina, volvió la cabeza, y se apartó avergonzada. Creía haber estado minutos hipnotizada como una tonta, derritiéndose bajo esa mirada masculina, presintiendo su calor corporal.
Cuando subió al ómnibus se olvidó del extraño y pensó en Lucas. Tenía que darle ánimos antes de la junta. Después de unas horas, le mandó un mensaje preguntando cómo estaba todo, que le llegó justo cuando el psiquiatra entraba al auto de Vignac:
–¡Ah! Ud. también viene –comentó sarcástico, mientras Lucas se acomodaba tras Helio Fernández.
Era un hotel pensión barato, con la fachada deteriorada y ningún cartel que lo anunciara. En el tercer piso, junto a la escalera, la puerta del pequeño apartamento estaba abierta y un gordito agente de civil deambulaba tomando notas, observando las paredes mugrientas, el sofá destartalado. La ventana que no cerraba bien le permitía escuchar el tránsito a lo lejos. Tan absorto en sus pensamientos, se sobresaltó al darse cuenta que no estaba solo:
–¿Eh... con quién viene, Profesor Montague? –exclamó Gómez, estrechando su mano.
Vignac los presentó simplemente por sus nombres sin dar explicaciones, y pasó a observar el dormitorio, donde se hallaba la masacre. Un chorro de sangre decoraba la pared frontal, con origen en la cama revuelta, salpicada de gotas oscuras. Asintió y se volvió hacia el policía, que contó: –Está en la morgue, pero vea las fotos. Lo mismo que esta mañana... Este era un hombre blanco, las mismas heridas o... mordeduras como dice Ud.
–Pero no es la obra del mismo asesino.
Gómez protestó, Helio y Lucas miraban callados. Vignac agregó: –Ya se darán cuenta si sacan el molde de las heridas. La joven estaba triturada, como si usaran un pedazo de vidrio o algo cortante para abrirla, desesperados. La mordisquearon en su ansia. Este hombre debe haber sufrido una dentellada precisa. Seguramente veremos distintas marcas. Además, el sexo es importante.
–¿Murió desangrado por la mordida? –quiso confirmar Helio, sintiendo un escalofrío.
–No –repuso Lucas. La cantidad de sangre en la habitación aunque impresionante era poca.
Había sido tomada por el asesino, como sucedió con Rodrigo Prassio. Desconfiaba del español, por su prima, y del otro, pero también tenía miedo por haber dejado suelta a Carolina Chabaneix, ahora que no podía dudar de sus ojos.
–Los dos crímenes ocurrieron muy cerca de un club nocturno que frecuenta nuestra amiga –Vignac clavó sus ojos en Massei y luego agregó–. Inspector, supongo que debe investigar si este hombre estuvo en el Venus.
El conserje no mostraba mucho la cara a sus huéspedes, tal vez por su parecido a una rata con los dientes separados y amarillos. El joven occiso había pagado el cuarto la noche anterior, nunca antes lo había visto, no sabía quién lo acompañaba, nadie más había salido.
–Debo explicarles que los mitos que han oído sobre los vampiros son un montón de idioteces románticas, algunas propagadas por ellos mismos –concluyó Vignac cuando estuvieron de vuelta en la calle, libres del tufo del interior–. No los espanta el ajo, ni el agua bendita, ni las cruces. No es necesaria la estaca aunque sí se curan con rapidez, así que hay que herirlos contundentemente. Están entre nosotros, aun a la luz del sol. Son cazadores peligrosos, en grupo o solitarios, asesinos psicópatas, sin respeto por la raza humana. Ud. desea permanecer ignorante, doctor Massei, pretende no creer lo que ha visto en estos meses...
–Y lo que me ha hecho Ud. señor Vignac... –musitó Lucas viendo sus ojos brillantes, su rostro enrojecido por la vehemencia con que habló–. ¿Qué quiere de mí?
–Lo siento. Me dejé llevar por la rabia y el deseo de vengarme. Pero ahora veo en su rostro que también le aterran estos crímenes y que está dispuesto a hacer lo correcto. |