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El destino / Cap 8

Guido desembarco media hora antes que sus amigos, estos deberían llegar de un momento a otro. Respiró hondo y fue hasta el salón donde, sobre unas butacas negras, vio que algunas mujeres con sus niños en brazos dormían placidamente. Tomo asiento e intento cambiar el murmullo que lo ahogaba por el del arroyo serpenteante y las hojas espesas, altas, adormecidas por el viento. El colorado fue el primero en verlo, Vicente, aun no comprendía la razón de los empujones que le propinaba la muchedumbre, se hizo aun costado. -Mandiyú!- Le gritaron fuerte al oído. El abrazo entre aquellos no se hizo esperar. A Vicente lo traicionaba el rostro, aunque en su interior se desarmaba en lágrimas. Por fin habían llegado a esta ciudad tan temida y lejana.

Caminaron juntos hasta la dársena siguiente. Molina, oficial de policía, los observaba desde un rincón. En el momento en que los tres se disponían al cruce de direcciones y posibles hospedajes, Molina los llamo. Se acercaron. El primero en saludar fue Guido, al Colorado, comenzaron a transpirarle las manos. Cerdan sonreía, a este, Molina le tenia preparado un prontuario cargado de asesinatos e hijos abandonados; el hombre, era un magnifico muestrario de fealdad indo americana. Para su carácter, no existían las ciudades sin autopistas cargadas de automóviles de lujo, sin coimas.

Y estos, que quien sabe de donde provenían. De ningún modo debían permanecer mas de un día en esta su ciudad. Sabíase él capitalino hasta la médula, con ese aire sobrador de mas, había nacido y perjurado mil veces morir en ella. Se pasó una mano por el filo prolijo de su cabello bien recortado sobre el principio de la nuca, satisfecho ante la actitud tomada frente a estos hombres sospechosos, entonces saco una pequeña libreta de apuntes de un bolsillo trasero. Ninguna mirada le arrebataría aquella sensación que lo embargaba. Niuyorkino en Sudamérica, así se sentía. Moderno.

Sebastián Molina vivía en el barrio de Belgrano, por las mañanas se paseaba frente a las inmensas vidrieras, a su lado, caminaban hermosas tetas artificiales, con niños recién nacidos correteando tatuados en skate, glamorosos, libres. Y él, coqueto, se apretaba el miembro ante las miradas insinuantes de prostituidos os masculinos de telefonía celular.

Su paisaje habitual y burbujeante permitía que unos caniches depresivos hagan terapia en las plazas, pero un hombre con cicatrices y sin dientes que además se anime a sonreírle era, inevitablemente, merecedor del peor de los claustros. La cicatriz hendida a un lado de la expresión desdentada que el Clavo desprendía cada vez que lo observaba, le molestaba en demasía.

Vicente renegaba por completo de la autoridad que el agente, adolescente y poco masculino en sus movimientos, intentaba imponerle. Los brazos que exponía Vicente frente al oficial diferían bastante a los del cartel que los observaba detrás de una vidriera, los del hombre parecían surcos de agua secos, cicatrizados, sin ningún un punto de sutura que ensucie el orgullo que tensaba aquella piel cobriza.

El oficial copiaba los datos que le proporcionaban los hombres, frente a ellos se elevaba una torre vistosa con un reloj inmenso en su cima, detrás del mismo, un bloque de concreto, tan grande casi como todos sus pueblos, se erguía de un modo omnipotente mirando hacia el norte, hacia sus tierras. Mientras, el oficial Molina pedía refuerzos.

Los hombres se miraban unos a otros con las manos cruzadas sobre la cabeza, arrodillados frente a un paredón. Los transeúntes se tapaban las bocas al pasar frente a semejante paisaje, otros ni miraban. Al Clavo lo tiraron al piso con las manos esposadas.
Al Colorado le preguntaron a que venia hasta la ciudad. De turista o peón. -De turista- contestó. Un tercer agente observo la botinera blanca y el escudo de Mandiyu de Corrientes estampado sobre el cuero que Guido apretaba entre sus piernas, como si de ella dependiese su vida.. El policía pregunto en que club jugaría. – Platense, señor- respondió asustado el futuro Nro. 9

Las luces se encendían sobre la ciudad, y eran reflejadas en los ojos perdidos de un chico sosteniendo fuertemente entre sus manos una pequeña bolsa de plástico, resoplaba una y otra vez dentro de la misma, los oficiales no lo advirtieron si no hasta que este se perdió entre la multitud. Se miraron entre si. Sonrieron. Detrás de ellos un hombre arrastraba un carro repleto de cartones, una mujer no mayor de treinta años se acerco a pedirles una moneda, mientras, el patrullero se estacionaba a un costado de los detenidos. -Quien es Guido?- Pregunto uno de ellos yendo hacia quien oraba por lo bajo. -Váyase- le dijo. Al Colorado le habían sacado las esposas.

El sonido del ventilador de techo ahogaba al teclado que un ayudante redactaba, el hedor de orines surgido de los calabozos hilados uno tras otro se trenzaba en cada vuelta de aspas. El pasillo que los contenía era angosto. La oficina del comisario se encontraba junto a la del principal. De ella surgían toda clase de gemidos. Vicente, esposado, y de frente al mostrador, respondía pausadamente las preguntas de rutina. Religión, edad, estado civil. -Sabe leer? - Firme aquí.

El Colorado Pirsin canjeó su habitual artillería de chistes por que lo dejaran libre la misma noche. A Guido Talavera le bastó que dijera que al día siguiente jugaría en el Club Atlético Platense, club del cual era hincha el Principal.

Vicente Cerdan, alias ¨el clavo¨, fue subido a un colectivo y devuelto a su lugar de origen. Antes de ser juzgado por abandono de hogar, sus hijos fueron derivados a un hogar de huérfanos, aunque estos no sufrieran tal condición.

Los perros habían decidido la suerte de los hombres.

Texto agregado el 15-02-2009, y leído por 235 visitantes. (0 votos)


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