Los viajes / Cap. 7
El crujido simultáneo de galletitas por el pasillo del colectivo fue la señal de que el viaje había comenzado, el acompañante del chofer sorbió su primer mate del día. Algunos pasajeros se enredaban entre sí, cuatro se apretujaban en el pasillo, dos eran amigos, un anciano con un vaso de plástico en la mano esperaba que la maquina de café y jugos se desocupara, mientras, era despojado de su billetera sin contemplaciones, suavemente. Una señora revolvía en un taper los huesos de una gallina seca y acartonada. Guido dormía abrazado a su botinera en el asiento 32 del lado del pasillo, la ruta once venia cubierta de matas de yerba mate, un moderno discman distorsionaba el paisaje con el susurro que se escapaba de unos auriculares, la canción era la misma desde mucho antes de la partida, las lagrimas también, una guaránia se lamentaba por los que habían quedado atrás. El viaje se sumergió en la oscuridad del camino recto hasta Rosario
Guido se despertó al sentir el tope del anden sobre las ruedas; sin mas remedio, despego la botinera de su rostro. Caminó con desgano por entre lo angosto del pasillo y el apuro de los demás pasajeros. Sobre los escalones del colectivo, hurgo en sus bolsillos mientras observaba por sobre las cabezas que pululaban por el anden principal. Algunos pañuelos ondulantes en el aire ocultaban los pasos de muchos hombres solitarios de bolso de mano y ropas arrugadas.
Fue hasta el baño, se detuvo frente a un inmenso espejo borroneado por la humedad de las paredes, jugueteó con las bolitas de naftalina en el mingitorio, el cosquilleo posterior tronó sus huesos atrofiados por el asiento. Al salir, tomó dos monedas que arrojó con desgano y desconsuelo a una caja de cartón, el hombre junto a la caja le sonrió, volvió al andén.
Al salir, giró para el lado donde el anciano de la maquina de café se tanteaba el saco por encima. Recordó la escena de la maquina de café en el pasillo del colectivo, no así los rostros; el anciano gritó que lo habían robado. Nadie fue a socorrerlo
Los pasajeros de otro colectivo se encontraban alineados cada uno frente a su respectivo equipaje, el policía que hacia las preguntas era joven, las costuras de su uniforme parecían querer descocerse entre pasos. Al perro que husmeaba por sobre las valijas se lo veía un tanto nervioso. Esta vez, no había encontrado su gramo de cocaína diario. Algunos pasajeros murmuraban por lo bajo mientras desdoblaban sus documentos.
A Vicente Cerdan poco le importo la orden del muchacho, fue directamente hasta el bar y pidió le sirvieran un café, antes de sentarse volvió a contar las monedas.
-1.75- Guido tomo asiento en la mesa contigua, junto a un gran ventanal.
Se saludaron con un leve movimiento de cabezas. Por la ruta 33 entraba el camión donde el Colorado se reía a carcajadas del comisario –de fondo sonaba una música bien percusionada y alegremente distorsionada- de la mujer del mismo, arrodillada frente a el con los ojos bien abiertos tragándose el momento. Agradeció como nunca la desgracia ajena puesto que el comisario no veía a mas de cien metros. Les dijo como atravesó de un salto el muro del patio trasero y cuan veloz cruzo la plaza zigzagueando delante de los tiros de una escopeta de doble caño que intentaba darle en la cabeza. Se reían a carcajadas.
Por el altavoz de la estación anunciaron un sorpresivo paro de choferes, Vicente y Guido se levantaron de sus mesas, la gente protestaba frente a las ventanillas. Las cosas no podrían empeorar. Los policías apostados en la estación canjearon el operativo anti-drogas por unos bastones que al rato se descargaban de lleno sobre los manifestantes. Los hombres fueron hasta sus respectivos colectivos en busca de sus equipajes, que por cierto, apenas si alcanzaba a rellenar una pequeño bolso de mano. Volvieron al bar. El Colorado se encontraba sentado en la misma mesa que antes había ocupado Cerdan.
Una porción importante de los pasajeros varados se acomodo pacíficamente en las sillas frente a un televisor apagado suspendido en el aire. Los niños lloraban tanto como las madres.
Ninguno se animo a preguntar como y porque estaban sentados en la misma mesa. Talavera miro de reojo al Colorado. Este le extendió el brazo. Se saludaron sin decir nada más de lo necesario. El vaho atrapado en el interior del bar hacia imposible respirar, de la frente amplia y plana de la cocinera se escapaban gigantescas gotas de sudor, estas gruesas secreciones grasosas le agregaban un gusto extra a la carne que se asaba en una inmensa plancha de hierro. La mujer, había quedado atrapada hacia tiempo en aquel rectángulo de ollas y sartenes ferozmente celosas de su presa. Sobre el ventanal se derramaba la mirada silenciosa de los hombres, detrás de ella, los bastones habían cesado en su furiosa búsqueda de lomos a partir.
Los tres, pensativos ante la ventana, confiaron en que pronto se solucionaría aquello que los sujetaba a ese bar y pidieron una ronda mas de cafés. Las partes en disputa tardarían por lo menos un par de horas en llegar a un acuerdo. Ninguna los tenia en cuenta, de eso estaban seguros, además de lo incierto del destino que los aguardaba.
Guido acomodo las tazas de café en un rincón de la mesa, cruzo los codos sobre ella y se dispuso a dormir, corrió un par de centímetros las tazas de café del frente de sus codos, a los que de manera suave, acomodo sobre la mesa, antes se despidió de sus nuevos amigos con un leve guiño de ojos y un pequeño bostezo. Detrás del ventanal se asomaba un amanecer rosado manchado por unas pocas nubes grises, el murmullo de los hombres era continuo.
Lucas hablo de la señora del comisario, Vicente del hijo de puta del Ocaña ese. De sus rubios; el Colorado sonreía, admirado ante la bondad de aquel hombre de piel seca, cobriza, pobre.
Cerca de las siete de la mañana, se acerco a ellos uno de los chóferes del colectivo que los llevaba a la capital. El clavo le guiño un ojo al Colorado y le dijo que si, que los dos viajaban juntos. Guido se despertó, el suyo también se disponía a partir. Se abrazaron fuertemente, prometiéndose un futuro encuentro.
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