Cerdan y sus barullos / Cap. 4
Vicente Cerdan esperó a que se durmiera Isabel, la menor de sus hijos, a los demás los había obligado a meterse a la cama temprano. Una lámpara de aceite titilaba entre ellos sobre una repisa hecha de troncos. De los 11 chicos amontonados en dos camastros, cuatro tenían la piel un poco mas clara y sus cabelleras raídas tiraban un tono castaño claro. Esto jamás fue motivo de dudas sobre si era o no el padre de los mismos.
Ante sus ojos, no existían diferencias entre uno y otro. Todos eran sus hijos, todos le berreaban -Papá!- apenas pisaba el suelo seco del rancho, al Clavo le bastaban esos gritos para ignorar el rezo que sus vecinos lanzaban, prejuiciosos y mal entrañados, por lo bajo. -Ahí está el clavo –
Y el Clavo Cerdan cargaba sobre su lomo su casi docena de barullos. Sonriente, mientras manchaba junto a ellos el sendero polvoriento de cada amanecer, para cerca del final de una marcha somnolienta, abandonar a la mitad de su preciosa banda en la tranquera de una escuela de paredes rotas, donde una pizarra se transformaba en mesa cerca del mediodía, y el maestro ceniciento, en un mozo considerado cargado de raciones desprolijas, uno para cada uno de sus chicos, unos lápices de colores desgajados dibujaban el postre. Uno mas uno, uno a la vez, todos aprendían algo. Conciente de ello, Vicente levantaba la mano en silencio, diciéndole gracias en vez de - Buen día- para luego cargarse en el lomo a la otra mitad hasta el pueblo.
Al Sánti lo dejaba con el zapatero. Aunque pocos en el pueblo tuvieran con que vestir sus pies; el viejo artesano se había juramentado trasladar el oficio un par de generaciones mas, aunque en su polvorienta vidriera se destiñeran solamente un par de zapatillas chinas, baratas.
Vicente a la Julia la agarraba de la mano hasta llegar a la hilandería, en la puerta, abrazados, se sonreían por un buen rato hasta el atardecer, hora en que él volvería a pasar por ahí a buscarla. Mientras esto sucedía, Papito, el mas travieso de sus hijos, corría de un lado a otro pateando piedras, gritando - gol! - con todas sus fuerzas.
- Este va a llegar carajo - Pensaba orgulloso el Vicente. En todos tenia fe y a diario, sobre el alba, entre mate y mate, a todos llamaba ¨rubios¨ riéndose junto con la Paulina.
Ni un destello se asomaba de sus bocas desdentadas. Suspiraban ante lo inexplicable del porqué de Roque, Carlos, Lourdes y Sally, tres de ellos castaños y la ultima descaradamente rubia. Hermosa. El clavo Cerdan culpaba al sol, ya que no conoció a pariente alguno que se arrime un tono al color de piel que estos chicos cargaban.
La Paulina era de poco hablar, afirmaba o negaba todo con furiosas o calmas muestras de rubor que surgían de sus pómulos pequeños y bronceados, atrapados sobre unas mejillas que realzaban una aun más pequeña barbilla que parecía agujereada en el medio. Sobre todos estos colores, sus párpados se apretaban entre sí dibujando surcos. Sus labios parecían sellados todo el tiempo, menos a la hora de reírse entre los mates. Que el Clavo la amaba, de eso estaba segura.
El Patrón / Cap. 5
Las diferencias entre Don Jeremías Ocaña y Vicente Cerdan eran mínimas, además de un par de meses, los separaba la cuna. Nada más. Vicente fue testigo de los gritos y el llanto posterior que Jeremías, cagado, lanzaba al aire como un vomito sobre el rostro de sus padres. Fue la tarde en que él colgaba del lomo encorvado de una china que delicadamente derramaba té en unas finas tazas de porcelana.
El clavo rozaba el año cuando Jeremías, cagado, se mecía entre almohadones recién hilados, llevaba un lazo rojo atado a su muñeca derecha, y una gota húmeda de algodón sobre la frente, un mosquitero invisible lo albergaba de pestes. Mientras, por fuera, admirando el llanto desatado por esta criatura, se encontraban Don José Ortiz y Ocaña y Josefina Díaz de Ortiz y Ocaña. Unos metros arriba, pintado entre charreteras y medallas doradas contenido en un marco también brillante. Se encontraba la imagen del tatarabuelo observando el salón como dueño y señor que fue de todo aquel infierno. Propietario absoluto del camino polvoriento que llevaba a la escuela como del pozo ciego en donde se derramaba el pueblo entero. El cuadro, hoy, sigue en el mismo lugar, como si nada hubiese ocurrido desde el tiempo en que el General Roca lo llamó a sus filas.
Así crecieron estos habitantes de la nada; sumergidos y ambivalentes, irreconciliables, uno haciéndose un poco mas dueño día a día, el otro, inevitablemente más pobre.
Aquel ultimo verano, las brisas ardientes arrastraron más polvo para el desierto. La sed regaba la hambruna en sus hijos y en su interior se confirmaba la necesidad de hacer ese viaje tan temido. A pesar de todo, aquello era su lugar en el mundo.
-No la capital, ahí la gente no se conoce- decía siempre .
El sol era el culpable de que Paulina se retorciera de fiebre en el catre y que sobre el suelo del estanque surgieran solo unas ramas secas junto con las osamentas que albergaban la próxima camada de pestes. De sus 11 hijos sobrevivían 9.
Sobre el atardecer, Vicente se encontró con la mirada perdida en el vaho que lento y ondulado se elevaba entre lo que le venían diciendo sus compañeros de changa y la fiebre que atenazaba a su mujer, al pie del catre.
-Vámo, allá hay mas plata loco- Aquellas voces giraban en el polvo que se apretaba en sus pulmones -Vámo Clávo! lóco vámo chángo-.
Las voces, como el hambre y la sed. lo obligaban a partir, la puerta parecía lejana, a su lado, la Julia contenía el llanto entre sus manos, la decisión emergía indolente a pesar del gemido que a su lado aprisionaba sus ganas. -Vámo!- dijo de una vez. Paulina apretó las encías entre si, concediéndole con ese mínimo gesto el permiso que hacia falta. -Papá!-gritó Julia. Sobre el amanecer cargó a la mitad de su disminuida banda al hombro. Y uno a uno fue regándolos por el pueblo. Al Santi con el zapatero, a la Julita con la hilandera y a los demás con una matrona a la que mensualmente pagaría hasta que pudiera volver.
Las lágrimas le agregaron cobre a su piel, esta brillaba enrojecida y sorda ante las miradas impiadosas que el pueblo entero derramaba detrás de las ventanas y por cuanto hueco en las paredes despidiéndolo en silencio. –Ahí va el Clavo– secos, como si los pasos de Vicente fuesen los de una horrorosa y solitaria marcha fúnebre.
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