La presencia.
Autor: Florencio Diaz Ceberino
Ahí estaba. En el rincón derecho de la habitación. Yo la señale y todos la advirtieron. La presencia quedo inmóvil, mis amigos también, y yo solo repetía, “ahí esta, ¿la ven?, la presencia”. Nadie respondía, pero todos la tenían pegadas en sus retinas. Las pupilas se dilataron y se contrajeron. El tiempo parecía detenerse. Ya nada era efímero. Paz, serenidad, tranquilidad. Nuestros cuerpos parecían llenos de plumas, se sentía la blanda presión de la gravedad, y nosotros creiamos flotar, pero los pies no se despegaban del piso. La presencia nos aterraba la vista, y al mismo tiempo nos alegraba el alma.
Ayer, alguien nos dijo que no debíamos dejar que entre en nuestro cuerpo, y, si lo hacia, tendríamos que apretar fuerte nuestros estómagos con ambas manos, asi la presencia saldría por nuestras bocas, que era por donde solía entrar:
-“¡Todos tápense la boca!”- gritó uno de mi amigos. Yo no podía reconocer quien, todos tenían diferentes rostros, o los mismo, o no tenían, no lo se.
La voz era muy grave y todos nosotros, muy jóvenes.
La lámpara de dos bombillas que estaba en el techo, las cuales apuntaban a distintas paredes, aumentaron su potencia lumínica. Todo era blanco. La presencia no se movía, había quedado fija en el rincón. Ahora con toda esta luz, la podíamos ver mejor. La presencia parecía una camisa de mangas largas echa de un humo color ceniza, pero mas oscuro. Se movía en su lugar, como humo, y causaba terror. Congelaba la transpiración que el nerviosismo, hacia brotar en la espalda. Al mismo tiempo paz.
-“Creí que era la muerte”- dijo bernardo, una vez fuera. “yo pensé lo mismo”, le dije.
Todos nos sacamos la mano de nuestras bocas, y volvimos a respirar tranquilos, al darnos cuenta que la presencia tenia un gran vidrio rectangular, flotando sobre si. Esto era lo que no le permitía moverse y meterse en nosotros. Nadie se atrevió a quitárselo, por miedo a que se nos escabulla. La presencia se dio cuenta que no caeríamos en su trampa. La luz volvió a su normalidad, el terror y la paz se esfumaron, otra vez todo era efimero y todos teníamos rostros. Nos miramos y salimos por la puerta contraria a la que habíamos entrado. Caminamos en silencio por el gran pasillo alfombrado. Bajamos la primera sección de la escalera. Llegamos al descanso. Dimos dos pasos hacia los próximos escalones, cuando una mujer subía frente a nosotros. Tenía el pelo corto y rubio. Grandes lentes negros. Aros rojos, que le colgaban. Una bufanda de lana en tonos verdes y marrones. Una chaqueta de cuero negro, y una pollera larga y rosa.
-“Ahí esta, ¿la ven?, esa es la muerte”- dije, y la señale.
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