Cuando el sol ofrendaba sus últimos rayos en el horizonte y la floresta lentamente se descubría en cadencias añiles, te regalé una rosa de papel. Había escrito algo en ella; aún no sé si lo habrás leído.

Tú me diste algo que no alcanzo a descifrar: una pequeña redoma de cristal y, en su interior, una bebida que no había probado antes.

Lo acerqué a mi boca, absorta por los reflejos que producía con la danza de tintes del crepúsculo. Apenas sí lo probé.

Fue un secreto exacto.

Por un momento, entendí vida, espacio y tiempo.

Fue casi una certeza, y la compartí contigo en un beso, antes de despedirme.