La cafetería de la universidad es el punto de encuentro de las personas. El punto de partida y el punto de llegada. No importa cuan diferentes sean las personas o las cosas que hayan hecho; en algún momento del día todos tienen por destino el mismo lugar: la cafeta.
Todos caminan con las miradas atentas a encontrar alguna cara familiar a la que saludar. Basta que alguien se siente en algún sitio para que los amigos hagan lo mismo. Unos escribiendo, otros leyendo, otros mirando y muchos simplemente conversando.
Tanta gente, tantos mundos, tantas historias, todos se mueven en una arritmia perfectamente ejecutada ya que nadie nunca afecta el entorno del vecino.
Una chica aplaude y bailotea mientras busca el saludo de un amigo. Otra ríe mientras se abriga por el frío de un sorpresivo ventarrón. Una mirada furtiva me hace perder por un momento la concentración; pero vuelvo luego a lo mío mientras observo una rutina meticulosa, practicada con el orden y devoción de un acto religioso.
A cada instante el barullo se siente mas fuerte. Mas gente ha llegado al encuentro improvisado. Mas historias. Mas anécdotas. Mas sonrisas. Mas miradas. Mas nombres. Mas recuerdos...
De pronto la alegría que antes invadía todo el espacio fue acallada por el murmullo de las hojas que trajo consigo la soledad. Como ensayado en el mismo teatro, la multitud se disipa y cada actor toma nuevamente su camino establecido. Este encuentro casual fue tan solo un desliz de la rutina, un salirse del libreto, un desprenderse de las obligaciones. Un buen rato. Un momento y nada más.