No importaba cómo lo mirara o el momento que fuera; siempre lo observaba y, por más que trataba, no encontraba falla alguna. Era como un ser supremo con una fuerza interna y una energía vital inagotables. De pie o sentado, dormido o vigilante, estático o en constante movimiento, el coloso era simplemente mi héroe.
Mientras yo tenía problemas, cometía muchos errores y sufría muchas caídas, él se las arreglaba para tener siempre un tiempo para venir en mi ayuda con el comentario preciso o las respuestas correctas que encausaran nuevamente mi vida.
Al verlo, las primeras sensaciones que podría yo expresar serían de un profundo respeto mezclados con un miedo a su perpetuo señorío; su imagen de señor feudal, mi añoranza por llegar a ser como él y el temor de tal vez nunca llegar a tan majestuosa perfección.
Siempre pensé que se necesitarían muchas balas para siquiera herirlo; y aunque recibiera un millón de golpes nunca podría ser quebrado. Se me viene a la mente la frase de Vallejo “y no podrán matarlo”. Quién iba a imaginar que ese coloso omnipotente se partiría con el simple timbrar de una noche nublada y de la inmutabilidad perpetua que se respira en este lado del mundo.
Tarde cualquiera, nada anormal. Había en el ambiente un matiz de sospechosa calma; pero tan leve que era casi imperceptible. El control remoto se activó sorpresivamente. “Qué rico, llegó papá. Seguramente tendrá alguna historia que contarme”. Y la ensalzaría peculiarmente a su manera para siempre terminar siendo el héroe, mi héroe.
Sin bajarme de la cama esperé impaciente su llegada. El sonido de las llaves abriendo la chapa. Las escaleras crujiendo pesadamente con cada paso que daba. Descansa su maletín sobre el escritorio. Unos cuantos pasos más y ahí estaba: parado en el umbral de mi puerta mirándome tiernamente; camina hacia mi cama, se inclina un poco, me hecha el pelo para atrás y me da un beso en la frente. Un beso dulce y tan esperado por mí que al momento de recibirlo acabó inmediatamente con mi ansiedad.
Entrada la noche, extraños vientos azotaban los árboles que permanecían inmutables como vigías nocturnos presagiando una tormenta. A pesar de eso, la felicidad envolvía todo el ambiente. El sonido del teléfono rompió la armonía de la noche y la tensión sacudió súbitamente la sala. Mamá contestó y le avisó a su papá que era una llamada de Chile. Preocupado fue a su estudio y contestó la llamada. De inmediato, un sinnúmero de preguntas cortas rebalsó la habitación. Colgó temeroso el teléfono, salió abrumado del estudio, llegó consternado a la sala, se sentó pálido en su sillón favorito y fijó la mirada en el vacío. Suponiendo una desgracia, nos sentamos alrededor de él. Nos dijo que a su papá, mi abuelo, le había dado un derrame cerebral. “Está vivo pero está mal. Los médicos dicen que es cuestión de minutos, horas, días, semanas, qué sé yo”.
Sin perder el tiempo empezó a hacer llamadas preparando el viaje que lo llevaría al lecho de su padre. El primer vuelo salía a las siete de la mañana y el reloj ni siquiera marcaba la medianoche. Sólo quedaba esperar mientras los recuerdos y la angustia iban carcomiendo poco a poco su paciencia. El tic tac del reloj se hacía cada vez más lento y más intenso. “Maldita sea. ¿Por qué no puede haber un vuelo más temprano?” “¿Dónde está mi pasaporte?” “¿Qué mierda hago aquí parado todavía?” “¿Qué pasa?” “¿Por qué no llaman?”
Ring!!! Ring!!! Ring!!! Ring!!! Ring!!!
“¡¡¡SILENCIO TODOS!!!”
Corrió al estudio a contestar la llamada. Nosotros lo seguimos a unos cuantos pasos hasta detenernos en el umbral de la puerta esperando oír buenas noticias. Alcancé a ver a mi papá mientras se sentaba. Levantó el auricular y dijo: “¿Si?” Como preguntando ¿qué pasó? Luego de oír la respuesta, bajó la cabeza y un sollozo eterno estremeció con sobrecogedora fuerza el ambiente.
Yo no pude evitar sentirme conmovido por la escena. Aun así, no podía dejar de mirar al coloso desmoronarse. Impotente, abatido, triste, pero humano al fin, secóse las rabiosas lágrimas que salían sin control de sus ojos. Con el corazón destrozado por la pena y la voz entrecortada sólo alcanzó a decir: “Mi viejo, mi viejito lindo. No llegué a verlo... NO LLEGUÉ A VERLO.”
|