La soberbia del escritor de m-a-g-d-a200
Bueno, por qué no, participaré en este concurso.
Mi prosa es realmente buena, sé tratar los temas como nadie, seguro que gano sin esfuerzo. Vamos a empezar a teclear algo que los deje con la boca abierta. Pero no sé, tal vez no estén a mi altura, ¿serán capaces de entenderme? Tal vez ni lleguen al final, son tan primitivos.
Mejor lo dejo, no sabrían valorar mi obra. Ni hablar, no lo merecen. Ya les gustaría, gozar de mi escritura gratis. Ya me leerán cuando me presente a un Planeta, entonces podrán comprar mi novela en cualquier librería.
¡Al diablo este estúpido concurso!
LAS SIETE HIJAS por altorcan
Erase una vez un padre con siete hijas, a las que nombró como los siete pecados capitales. Lo hizo porque opinaba que los llamados pecados no eran tales, sino tendencias naturales que no son perversas en sí, sino solo cuando se extreman y se traducen en actos dañinos.
Además, pensaba que ni el hábito hace al monje ni el nombre al nombrado. Y así fue con sus hijas. Soberbia, la mayor, era de una razonable modestia. Avaricia nada tenía, pues todo lo regalaba. Ira lucía una sonrisa permanente. Gula cuidaba mucho su línea. Pereza madrugaba para limpiar la casa. Envidia celebraba los éxitos de sus hermanas. Sólo Lujuria hacía honor a su nombre, pues aunque no conoció varón, era sensual sobremanera, se estremecía al contacto de su piel con un pétalo de rosa, y acariciaba voluptuosamente las bananas antes de pelarlas y llevarlas a los labios.
Ser una estrella. (Soberbia) por josef
Tras semanas de ascensión nos inmovilizó una ventisca. Permanecí días junto a los cadáveres de mis compañeros. Ver la película “¡Viven!,” resultó útil. Cuando comí carne humana, lo tenía asumido. No era soberbia, llegaría a la cima como fuera; triunfaría, filmaría mi aventura.
A cinco metros me detuve maldiciendo. ¡Lo sabía! Si el final era previsible, fracasaría. Me propuse estampar los veinte pasos finales con solemne rotundidad. Cubrí la distancia y emocionado, dejé caer el piolet y me arrojé sobre la nieve. Un dolor mordió mi tórax, di un alarido salvaje. Me di cuenta, había ido a caer sobre el utensilio. La punta atravesaba mi pecho y me empalaba. Me asusté pero comprendí. ¡Era un maestro! Arrastrándome tomé la cámara y me filmé. Vomitaba sangre y sostenía mi sonrisa triunfal. El rodaje estaba completo; iba a ser una estrella. Fallecí con una risita entre dientes, reflejo de mi categórico estado de euforia.
|