Mientras se viaja por la pampa húmeda, el automóvil se desplaza a buena velocidad por la ruta, y a los costados pueden verse, casi permanentemente y a lo largo de kilómetros, animales pastando mansamente. Sólo en algunas oportunidades permanecen quietos, descansando sobre alguna mancha marrón o junto a algún bebedero, como inmovilizados por una fotografía o un cuadro.
Vacunos pastando. Un ochenta por ciento de su existencia se la pasan mordiendo, masticando y tragando pasto, con la cabeza inclinada y el hocico rozando el suelo. Mamíferos dóciles, herbívoros por vocación a tiempo completo.
También es posible cruzarse de vez en cuando en la ruta a esos personajes que viajan con la ventanilla baja, asomando un brazo muy tostado y la cabeza con los pelos erizados y la mirada extraviada acompañada de un rictus crispado en la boca, el cuello rígido, y con la cara toda roja como una brasa, vuelan los pelos como una llamarada al viento. Pasan así ante uno sin representar otra cosa más que a sí mismos, devorados por una fiebre interna que los consume precozmente. Son, quien podría dudarlo, los representantes de la anarquía, del caos individual, son los agentes de lo que hay que hacer para hacer las cosas ¿como no se deben hacer? Son los antivacunos. Tienen la expectativa de vida reducida a un tercio de la población general. Se devoran a sí mismos mientras juegan permanentemente con la vida y con la muerte.
Irritantes, revulsivos; de sólo verlos provocan a quien los cruza, algo así como un golpe de pruriginosa erupción.
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