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Sé que la muerte estuvo a los pies de aquella camilla en que te debatías, ensayó mil formas de arrebatarte ese último hálito de vida, pero, no era tu hora, algo le indicó que debía posponer su luctuosa labor, por lo que, se dio media vuelta y se fue, acaso convencida que tenías muchos cabos que atar y muchas materias que resolver. Es posible, también, que la oportunidad fuera para los tuyos, para que se reconciliaran contigo y con el pasado, eso, nadie podría asegurarlo. Por consiguiente, enfundó su guadaña, hizo un mohín de desprecio y se marchó derrotada y allí te quedaste, tendida en lo que ya parecía tu sarcófago y fue, sin embargo, una segunda cuna y un segundo aliento. Está claro, nadie vence a la muerte y permanece enhiesto. Tú, de pie una vez más en estos áridos senderos, fuiste gorrión sin alas, no te doblegaste y luchaste por tu libertad. Heriste a los de tu propia sangre y ellos estuvieron a punto de arrancarte los ojos, renegaste incluso de ese dios difuso que instauraste alguna vez en tu pecho como una medalla bizarra. No, no querías esa existencia, te rebelabas a cada instante y tus labios se curvaban por el desprecio.

La paciencia se colmó, te pegotearon, por lo tanto, un par de precarias alas y volaste a tu hogar, el de siempre, aquel insondable y lejano nido, allá arriba, en lo más alto de tus prejuicios y acomodos. Pero, la cercanía de la muerte te había robado ciertas trazas de cordura, te alienaste y tus palabras perdieron sentido o más bien, se apegaron a un actuar divagante. Y una vez más, los tuyos fueron tus carceleros, te regresaron de nuevo a esta existencia aciaga, tan aciaga y brumosa para las viejas como tú, más aún cuando ni la muerte se aparecía para zanjar de una vez tanto desencanto y amargura. Con los ojos secos, perdiste la cardinalidad de tu existencia y te entregaste, atada de pies y manos, para que el destino resolviera.

Otros viejos, fueron tus compañeros, ancianos sin rumbo que atracaron en esas turbias aguas, marinos sin puerto, que trataban de resolver un crucigrama que carecía de vocablos. Hogar de ancianos, la última estación, eslabón oxidado de febles existencias que se apagan como un cirio.

Tampoco aquietaste tu espíritu en ese encierro. Luchaste con dientes y uñas, te rebelaste y era tanta la potencia de tu convicción, tan grande, que rebalsaba tu cuerpo famélico y uno hubiera imaginado que dicha fuerza te sobreviviría, para espanto de todos tus carceleros.

Una vez más, te fue concedida la gracia de evadir esa prisión con barrotes bellamente pintarrajeados y regresaste a tu segunda prisión, aquella con atisbos de calidez, con espejismos de ternura. Parecieron aflojarse las cadenas que mancillaban tu espíritu. Pero no, una vez más, desde el fondo de tus vísceras, emergió una vez más aquella voz demandante, furiosa, incontenible. Nada era suficiente, querías regresar a tu hogar, aquel himilde lar al cual deseabas comparecer, tal como los elefantes van a morir al destierro de la más absoluta dignidad. Pero, te fue denegado ese anhelo, no estabas apta para hilar ni tu propio destino ni tu propia muerte. Y allí, en tu celda encortinada, con la puerta engañosa de una TV perpetuamente encendida, aquietas por instantes tu espíritu y acometes luego, con furia, exigiendo tu derecho a morir libre y sin cadenas.

La parca, entretanto, aguarda en algún recodo y allí permanecerá mientras no se resuelva este intrincado puzle de tan testaruda prisionera, custodiada por esos carceleros atribulados…








Texto agregado el 13-02-2009, y leído por 220 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
15-02-2009 Hum! Retrato intimista que sólo unos pocos están autorizados a conocer. Mis estrellas por este comprometido relato***** ernesto_heminguay
 
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