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El Mono Amarillo

Lo conocí cuando tenía once años, por aquel entonces íbamos juntos a andar en bicicleta por el campo de mis abuelos. Emilio solo tenía siete. Jugábamos a las carreras, yo era más veloz pero casi siempre lo dejaba ganar, me encantaba verlo sonreír y esa era una de las pocas ocasiones en las cuales lo hacia. Triunfante alzaba sus brazos de espaldas a la tranquera infranqueable del vecino y mostraba sus dientes a mitad de camino. La imagen era maravillosa los pequeños agujeros pertenecían a los de leche que ya no estaban y esos otros que asomaban enormes y torcidos en su boca llena de saliva y superación. Después volvía a ser el de siempre, serio, los ojos grandes, los mocos secos. El abuelo nos daba una naranja a cada uno, Emilio rompía su cáscara a mordiscones y por momentos la sangre de sus encías teñía de rojo los gajos, su boca ya no era la del triunfo, en ella solo había ansia, hambre. Un día me mostró su tesoro, si decirme una palabra me llevó hasta su escondite, un ombú viejo que yo ya conocía y depositó en mi mano el minúsculo mono amarillo. Era liviano y su color gastado le daba un aspecto particular. Me reí de alegría cuando el pequeño animal empozó a moverse entre mis dedos. Una cuerda oxidada que hacia las veces de cola giraba lentamente mientras sus piernas delgadas daban pequeños saltos. Luego me lo quito, supongo que tenía miedo. Esa misma tarde fuimos a la Iglesia. A la siesta el templo estaba vacío, el pasillo de piedra que terminaba en altar era infinito, los santos no nos miraban, miraban al cielo, solo el ángel parecía atento, si no fuera por ese dedo de yeso roto que dejaba ver la varilla de hierro hubiera jugado con nosotros, sus ojos celestes así lo deseaban. El mono saltaba. Su cuerda parecía no tener fin, saltaba cortito y tranquilo hacia la cruz, Dios lo esperaba.
El padre se presentó sorpresivamente, salio detrás de la sombra de una columna, el mono amarillo aun no tocaba el escalón del pulpito pero le faltaba poco. Yo… salí corriendo, aun hoy, ya adulto me pregunto por que lo hice. Emilio se quedo, supongo que no quería perder el juguete. Aunque siempre pensé que era algo más.
Por un tiempo no lo ví.
No quise escuchar al abuelo, nunca pude imaginarme el real significado de la palabra tortura, cual es la espiral íntima que vibra en simpatía de aquella otra que es su opuesto, cual es el placer en el ver sufrir.
No volvimos a jugar carreras, ni a comer naranjas juntos. Él permanece encerrado, hasta cuando sale parece no estar. Yo me he empeñado en buscar ese Mono Amarillo, y por un tiempo pensé que era para redimirme de mi cobardía. Pero ahora sé que no es así, no me avergüenza ser cobarde, lo hago por principio más ingenuo, la curiosidad. Quisiera ver nuevamente su boca, sus dientes y no me imagino otra forma de volver a hacerlo reír.

Texto agregado el 13-02-2009, y leído por 389 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
13-02-2009 sigue asi.-... simepre es buenoleer algo asi... :) carlosc
 
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