[Publicado en el diario argentino Perfil, Suplemento Cultura, 25/01/09]
El murmullo de las conversaciones llega desde la casa. De vez en cuando, algunas carcajadas agitan el aire denso y tórrido de febrero, treinta y cinco a la sombra, mínimo. Entre las raíces retorcidas de un pino, algunas moscas zumban inquietas alrededor del cuerpo despanzurrado de un gorrión, abatido seguramente de un certero hondazo.
Al fondo del jardín, rodeando el taller destartalado que utiliza el dueño de casa para guardar trastos viejos, el jefe despliega a sus subalternos, les indica con señas que se oculten tras algunos arbustos o el tronco de un árbol. ¡Atención, atención veinte cincuenta!, exclama al mejor estilo del gordo de la tele, el de la patrulla de caminos. Se ha puesto el sombrero de su padre, pero tiene que usarlo muy inclinado de manera tal que no le tape la mitad de la cara. ¡Aquí, señor, reportándome, todo en orden!, contesta su lugarteniente, arrodillado y oculto tras una silla que utiliza como eficaz casamata. Cada uno tiene su tapa de cacerola para atajar la artillería enemiga y sabe donde recurrir cuando las municiones se acaben: en el fuentón, las bombitas de agua flotan como amebas, esperando su turno para estallar.
En el interior del viejo depósito, el grupito cuchichea organizando la defensa bajo las órdenes del otro jefe. Encontrar la puerta abierta fue una bendición cuando se batían en retirada, a punto de rendirse ante la avalancha líquida. Han logrado refugiarse y, en medio del repliegue, dos baldes con proyectiles fueron rescatados a costa de empujones y tironeos. Alguien encuentra una vieja manguera remendada con trapos anudados, la enchufa en la canilla casi en desuso de la pileta y espera recibir con un buen chorro al que se atreva a abrir la puerta. Son pocos, pero venderán cara su derrota.
Todo parece dispuesto para la batalla: las chicas y los varones luciendo sus mallas de la colonia y por única vez entreverados en ambos grupos, el armamento listo, intactas las ganas de jugar y ganar.
Entonces, el estruendo y todo se detiene. El silencio se adueña de la tarde y el mundo, incrédulo, deja de girar por un segundo. El jefe de la patrulla, boquiabierto, se desploma sobre el pasto. Un charquito de sangre comienza a crecer junto al cuerpo despatarrado, mientras algunas convulsiones retrasan el final. El sombrero queda, casualmente, tapándole el rostro.
Unos instantes antes, Carlitos ha encontrado, en un cajón, el arma olvidada que su padre alguna vez le mostró en detalle. Mientras sale del taller caminando con tranquilidad, sorprendiendo a propios y ajenos, se le agolpan en la cabeza los coscorrones arteros en la fila de la escuela, las zancadillas del recreo, y, lo peor, esa leyenda, gordo pajero, tallada con cortaplumas sobre la tapa de su pupitre. No duda, y a pesar de la bombita que se estrella a sus pies, aprieta los dientes, sujeta la culata nacarada con las dos manos como lo ha visto en las películas, apunta y dispara.
Ahora, entre gritos de los otros chicos y corridas de los adultos que han salido precipitadamente al jardín, observa curioso la escena hasta que alguien le arrebata violentamente el revolver. Lo zamarrean, lo increpan, pero sólo puede mostrar una sonrisa. Esa gozosa sensación que lo invade le indica oscuramente que ha dado con su vocación. De ahora en más, deseará con ansias ver esas caras temerosas, recibir nuevamente algún gesto de asombrada admiración, convertirse, justamente él, en el centro de las miradas.
Sólo deberá elegir a futuro, como en el juego, el bando de los policías o los ladrones.
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