Primera parte
Muchos años dormía ya la bella durmiente en su lecho. En su rostro, aún quedaban rastros de su angelical sonrisa. Sus padres, no tan afortunados como el rey y la reina del cuento aquel, no dormitaban en palacio junto a su hija, a la espera que un príncipe azul los desencantara a todos juntos. Muy por el contrario, desde que la muchacha había sufrido ese accidente, quedando en estado vegetal, cada día y cada noche, sus progenitores le hacían guardia y ya no hubo reposo para ellos, sino largas noches en vela.
Cuando Isabelle cayó en ese estado de muerte o vida suspendida -es difícil precisarlo, porque ella permanecía en la antesala de ambas-, recién había cumplido los quince años. Era una chica hermosa, de una alegría desbordante y, por lo mismo, querida por todos. Recién se iniciaba a la vida, pero su belleza ya era tema para los mozuelos que la rondaban como pequeños moscardones.
Cuando la muchacha nació, los padres realizaron una hermosa fiesta en su pequeña vivienda, invitando a todos sus parientes y conocidos para presentar a la pequeña Isabelle en sociedad. La casa se colmó de personas y todos expresaban su admiración ante tal hermosura de bebé, quien parecía comprender todas las lisonjas y dioslaguarde que le brindaban los concurrentes.
Sólo una tía, que vivía en una lejana isla del sur, no recibió la invitación y esto la apenó en demasía, puesto que era muy unida a su hermana y le costaba comprender que no la hubiese considerado. Pero, al revés del cuento aquel, no se enfureció y muy por el contrario, le envió sus bendiciones, las que, a lomo del viento, arribaron a la capital y se posaron en las mejillas de la pequeñita.
Los años transcurrieron raudos e Isabelle se transformó en una hermosísima muchacha. Su inteligencia la destacaba del resto, y sin embargo, era tal su simpatía que nadie hubiese podido envidiarla. No existía esa chica mala que lanzaba terribles conjuros en su contra y sí una corte de amigos que la rodeaban y se deleitaban con su forma de ser. Cada vez que Isabelle debía abandonar algún colegio para asistir a otro, por imperativo del traslado de su familia, se producía una conmoción tal que muchas compañeras se deprimían y otras intentaban seguirla, aún en desmedro de la distancia que tuviesen que recorrer para estar junto a ella.
Cuando Isabelle cumplió sus quince años, se realizó una grandiosa fiesta para celebrar tal acontecimiento y asistió una enorme cantidad de gente. Todo resultó a las mil maravillas y la chica quedó muy contenta ante las grandes muestras de cariño de sus amigos y familiares. Pero, Isabelle se percató que esa tía del sur, una vez más no había sido invitada y dado que sólo la conocía por fotografías y cartas, quiso viajar al día siguiente para abrazarla y agradecerle sus bendiciones. Para ello, le pidió a Raúl, uno de sus más fieles amigos, que la condujera en su automóvil hacia esas lejanías.
Partieron muy temprano aquella mañana. Era un día luminoso, después de la fuerte lluvia de la noche anterior. Durante el viaje, Isabelle canturreaba algunas canciones de moda y Raúl sonreía complacido, ya que escucharla, era lo mismo que estar en medio de un jardín repleto de avecitas canoras. Atardecía ya cuando divisaron el muelle en donde se embarcarían hacia aquella isla. Durante la travesía, la muchacha lanzó gritos de admiración ante tan bello paisaje.
Ver a su tía y correr a abrazarla fue una sola cosa. Ester era el vivo retrato de su madre, su voz tenía casi su misma entonación y como ella, su tía, era una mujer hacendosa, culta y poseedora de una simpatía sin igual. Esa noche, descansaron en las habitaciones preparadas ex profeso y al día siguiente, muy temprano, regresaron a la capital. El deseo había sido cumplido.
(Finaliza)
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