Sabía que el tesoro escondido jamás sería suyo. El pescador lo había hallado mucho tiempo atrás, entre los arrecifes cercanos a los acantilados donde naufragara el crucero. Era un cofre cerrado, inviolable, del que no poseía la llave. Intentó de diversos modos, pero no pudo abrirlo. Intuía que si lograba encontrar todas las perlas sueltas, desparramadas por el fondo, algo habría de suceder. Algo mágico, que le permitiera abrir el tesoro escondido. Pero no sucedía.
De algún modo, sin embargo, se sentía dueño del tesoro. Él lo había descubierto casualmente, pero desde entonces formaba parte de su vida. Todos los días pensaba en el tesoro, y tantas veces como podía se acercaba a él. Se sumergía en las aguas cálidas del océano de los sueños, y en la profundidad de él miraba su tesoro. ¿Había alguien más que supiera de su existencia? Alguna vez había visto un buceador pasajero, que solo vio una caja oscura. U otro, buscador de recompensas, que solo requería un beneficio, adueñarse de lo que hubiera en el cofre.
Pero solo él había descubierto esa rendija. Era como una sonrisa encantada dibujada en una de las caras del cofre. Y mirándola fijamente, atravesando la magia de ella a través de los ojos, se veía el interior. No había monedas, pero había brillo. No había joyas, pero había belleza. Al atravesar la sonrisa se llegaba a un mundo de cuentos, donde las cosas no eran reales, sino mágicas, plenas de vida y colores.
Mirar el interior del cofre lo llenaba de alegría. Deseaba tomar el cofre con sus manos y llevarlo cariñosamente a la superficie, para adueñarse de él. Abrirlo e introducirse en él, para vivir su vida bebiendo de su alegría y de su pensamiento mágico. Pero no era posible.
No era posible sin encontrar todas las perlas. Y para encontrarlas necesitaba de recorrer el fondo del mar. Casi cada día lo recorría, y muchas veces creyó haber encontrado todas las perlas. Sabía que debía formar la palabra amor, pero necesitaba que del cofre cayera una perla más. La veía tras la sonrisa, pero sabía que no podía llegar a ella. El tesoro escondido era su propio dueño, y dejaría su última perla a quien mereciera abrirlo.
Muchas veces lloró, confundiendo sus lágrimas con las gotas de mar que le mojaban el rostro. Y sin duda lloraría cuando alguien se llevara el tesoro. Lloraría de envidia, y lloraría de amor, contento de que fuera hallado y abierto, para ser completado. Sería inmensa su alegría si ese tesoro maravilloso y único, era completado. Pero su dolor sería inmenso también si era robado, vaciado de su belleza, por un injusto buscador de recompensas.
Mientras tanto, sin embargo, el tesoro era suyo. Era su secreto. Nadie parecía haber descubierto la sonrisa mágica. Y su alegría era inmensa cuando recorriendo el fondo del mar encontraba el cofre y su sonrisa. Lo cuidaba como si fuera suyo de verdad. Quería conocer lo que había en su interior, no para tomarlo, sino para disfrutarlo.
No podía contárselo a nadie. Nadie entendería que solo quería disfrutar del cofre, embelesarse de la belleza de esa sonrisa, y ver a través de ella un corazón puro y alegre, un alma soñadora de cuentos, una princesa creadora de hadas. Nadie creería que no quería tomarla y adueñarse del cofre. El sabía que si la última perla cayera y se formara la palabra amor, su vida cambiaría. Deseaba que cayera, y esperaba que no sucediera. Porque si abriera el cofre tal vez vería la realidad y dejaría de soñar. Y el pescador, soñador de tesoros, deseaba seguir soñando. Era feliz siendo dueño del tesoro, buceando la profundidad del arrecife, viendo un tesoro que otros no veían. Era feliz soñando. Era feliz cuidando de su tesoro. Y aunque pareciera mentira, era feliz imaginando el tesoro descubierto por alguien como él, capaz de amar una sonrisa. E imaginaba una princesa surgiendo del interior del cofre, abrazada a un príncipe mágico, enamorada, portadora del collar de perlas dibujando la palabra amor. Y viéndola feliz, cerraba sus ojos, y recordaba esa mágica sonrisa que le cambió la vida. Amaba su tesoro escondido, y soñando esa princesa de ensueño, nada le hacía mas feliz que verla feliz.
Lector: no es una obra literaria lo que has leído. Ni pretende serlo Es una metáfora en respuesta a otra metáfora, escrita por una princesa creadora de hadas. No se por qué la amo, y por esa misma razón no le reclamo su amor. Solo me enorgullece amarla, y que muchos vean en sus cuentos su alma soñadora de vida. Se llama a si misma, pensamiento6, y si bien ustedes pueden leer sus cuentos y ver su foto estática, yo puedo ver su sonrisa mágica. Es mi tesoro escondido.
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