Pepe el de Ciñera
“la mejor escopeta de la comarca”
1.-Rescatando el recuerdo.
Es imprescindible un ejercicio de mutación de la memoria y de las referencias actuales para poder acercarse al personaje; pertenece, además de a un tiempo, a una época de escaseces y necesidades de todo tipo hasta el punto de que, para tener acceso a productos de primera necesidad, cada familia disponía de una cartilla de racionamiento que facilitaba el gobierno, que nunca cubría las necesidades reales ni siquiera las cantidades estipuladas por la falta de producto que, a menudo, los mismos que se ocupaban de su regulación, desviaban al mercado de estraperlo mucho más rentable y sin ningún control de precios.
Hijo natural de Mª Luisa Fernández Boto, nació un 19 de Marzo de 1942 y en honor al Santo, le pusieron el nombre de José. Nació en casa y en la misma cama donde naciera su madre 25 años antes, en una zona montañosa, agreste y con terrenos empinados y de difícil aprovechamiento rural aunque rico en caza mayor y con importantes reservas de carbón, de cuyo subsuelo se iniciaban las primeras excavaciones. A los de su casa, todos los conocían por los de Casa Boto de Ciñera, pequeña aldea de dispersas y alejadas construcciones con capacidad para albergar a la familia, sus ganados y el esfuerzo de todos, como campesinos dedicados al pastoreo y cultivo de algunas huertas y praos en un paisaje triste, frío y solitario a pesar de contar con dos importantes vías de comunicación para desplazamientos por tren y carretera hacia Madrid y a la Capital de la provincia.
El clima de Ciñera es el típico de la montaña cantábrica, con temperatura templada y agradable durante un par de meses de verano y con frío, niebla, lluvia y viento la mayor parte del año, salvo los meses más crudos del invierno, con nevadas de más de 40 centímetros de espesor, que duraban varias semanas y les impedía salir de casa, lo que aprovechaban para arreglos de herramientas, aparejos y el escaso vestuario de la familia. Realizaban estos trabajos reunidos junto al fuego y cada uno en la tarea más acorde con sus habilidades desde los abuelos cuidando de los pequeños, las mujeres tejiendo, zurciendo y remendando y los hombres con todo lo relacionado con el ganado y las faenas de la hacienda, aunque en casa Boto, estas labores más delicadas no se volvieron a realizar desde el verano de 1940, cuando los dos hermanos menores partieron de casa: Mª Luisa a servir a Madrid y Recaredo al seminario.
José Fernández Boto “pepe el de ciñera pa tol mundo” era un tipo peculiar y muy avispado, donde los hubiera y su gran obsesión: las mujeres de la comarca –todas- Parte de esa obsesión parece que le venía dada de su falta de afecto materno, que su madre pasó a mejor vida ya en el parto y siendo hijo de soltera, quedó al cargo de la abuela y de su tío Andrés. Vivían en un caserón destartalado de paredes de piedra de casi un metro de espesor y con suficiente altura para albergar, en la parte baja, el corral y las cuadras del ganado y en la primera planta, al mismo nivel del camino, la vivienda familiar dividida en 5 cuartos de los que utilizan dos para dormir, el más grande para cocina-estar-comedor, otro para una segunda cocina equipada con despensa, horno de pan y cocina de leña donde asan las castañas y ahuman los chorizos de la matanza y el quinto, para aseo y limpieza personal equipado con una pila que hacía las veces de lavabo, un espejo, una alacena con útiles de limpieza y un agujero como desagüe que conduce directamente a la cuadra en el piso inferior. La vivienda ocupa poco más de la mitad de la planta y la parte más soleada, dedicando el resto para almacén de forrajes y alimento del ganado desde donde se les suministra la comida a través de cebaderos, situados encima justo de cada res; remata con el tejado, también de piedra a modo de grandes losas sobre una armadura de madera de castaño de suficiente altura y espacio para desván y almacén de trastos y cosas inservibles, pero que guardaban por si algún día se necesitaban.
Enterraron a la abuela cuando apenas contaba con 5 años y su tío Andrés, que andaba por los 38, asumió los cargos familiares y ambos siguieron en la casa, que compartían con tres vacas, un caballo, dos ovejas, un corral con una docena de gallinas y una gocha nodriza que paría cada año entre 8 y 12 marranos, de los que engordaban dos para la matanza y el resto para vender en el mercao que se celebraba en La Pola el primer jueves de cada mes.
Al cumplir los 6 años lo apuntaron a la escuela de la parroquia, pero no hubo escuela porque no se presentó ningún maestro. Era casi una suerte, que la escuela quedaba lejos, su tío ya empezaba a trabajar en la mina y en casa, no había quien se ocupara de llevar las vacas a pastar. Había más como él y todo lo que aprendió sobre libros y lecturas, se lo enseñaron pastoreando entre unos y otros y también su tío, que fue quien le enseñó a distinguir las letras y los números y todo lo que hacía falta para que no lo engañaran en los mercados cuando fuera mayor.
Conoció a su otro tío Recaredo cuando hizo la primera comunión, que vino vestido de fraile y aunque no pudo decir la Misa por no haber terminado los estudios, ayudó en la Iglesia al cura de la Parroquia y fue el centro de las miradas de todos; su hábito blanco y la capa negra que lo cubría, transfiguraban su imagen a un ser superior, envidiado y admirado por todos y al que podrían acudir en demanda de auxilio si en algún momento era necesario, por el simple hecho de ser de la misma tierra y vecino en otro tiempo. Comulgó en un celebración colectiva de la parroquia con otros dos chavales y tres chavalas con los que apenas volvió a tener contacto y estrenó pantalón, los primeros zapatos, la primera chaqueta, la primera camisa con cuello y botones y la primera corbata; de diario vestía pantalones y una especie de camisón con mangas que hacía de camisa y jerséis de lana hechos en casa y de calzado, zapatillas, madreñas y botas de goma para ir con el ganado.
Hasta que lo llamaron para tallarse para ir a la mili, ya cumplidos los 18 años, apenas salió de casa y como no sobraba el dinero y eran largas las distancias, tampoco tuvo comunicación con otras gentes que no fueran las de los mercaos de ganado que se celebraban en la Villa, entre los que casi nunca había mujeres. Su vida estuvo marcada por la rutina de una vida tranquila y dedicada a las labores y trabajos con el ganado, del que dependía su propia subsistencia hasta en lo más personal y privado; el ganado les proporcionaba la leche, la carne, la calefacción para calentar la casa, el abono para la siembra y con la venta de algunos terneros y cerdos, el dinero para las compras y necesidades más urgentes. No era un trabajo duro ni pesado, salvo la hierba para el invierno que recogían a principios del verano, pero los animales comían cada día y nunca había descansos y se necesitaba estar siempre al cuidado de todo, con lo que tampoco quedaba demasiado tiempo para cocinar ni para la limpieza de la casa, cuyos desechos y la basura se echaban a los cerdos y a los perros y lo que no comían, directamente al fuego. La ropa la lavaban en casa de una vecina, que también se ocupaba de planchar las camisas cuando iban de feria y para comer siempre había lo mismo: pote de berzas y carne de la matanza, sobre todo tocino. |