Ay y cuando viste que se acercaba otra vez el rubito… pensaste que el día volvía a nacer y que ya estaba el sol rozándote las pestañas. El rubito cada vez venía más a menudo y de seguro debía tener la casa llena de flores, ramos y plantas, como una selva tropical o un balcón sevillano. Te gustaban tanto sus palabras, hola buenos días, venía a buscar una planta, sí sí de interior, que no sea muy delicada, de esas de ponerlas al sol, sí me gusta el rojo. Todo sin dejar de mirarte. Ay, el rubito cada mediodía, poco antes de cerrar, doblaba la esquina y con su mechón rubiomásclaro sobre la frente y su camisa a rayas, flores, topos, lisa, siempre de colores colorados. La semana pasada vino, no no, el primer día, tú en el mostrador, cortando los tallos a las margaritas, con las manos dentro de unos guantes enormes y sucios de tierra y abono, con el delantal de la floristería, el verde con la flor dibujada en el bolsillo, te rascabas la nariz cuando lo viste de pie frente a los cactus. Te gustó enseguida por su postura, la mano en la barbilla, mirando los cactus como si fueran esculturas surrealistas, en verdad a ti los cactus te habían parecido siempre como esculturas de Jean Arp, redonditos y rechonchos, pero con púas. Ese día el rubito compró un cactus de los redondos y achatados, pequeño como una mandarina, esperando que creciera y se hiciera hermoso como un balón. Parecía sostener una criaturita cuando se acercó al mostrador, tú hacía rato que habías dejado las margaritas a un lado con sus tallos. Él sonrió mientras se acercaba y sacó la cartera del bolsillo derecho de los tejanos, el derecho, no el trasero, esa cartera de tela de colores gastados, cuánto es el cactusss, preguntó alargando la ese de un modo que en aquél momento te pareció inmensamente seductor… el rubito y sus eses finales saladas como el mar…
A partir de entonces –sobretodo a partir del guiño que te regaló al salir de la tienda- lo tuviste cada día de vuelta, cada uno de los siguientes, cada uno con un pretexto más encantador.
Ahora sí, la semana pasada que vino a comprar vitaminas… ¿para la gardenia? O no, no, para el ficus del día anterior, y tú, siempre al otro lado del mostrador, le dijiste con la sonrisa familiar de cuando uno se acostumbra a una escena, que se habían terminado, que lo sentías mucho pero no habría hasta la semana siguiente, a lo que el rubito respondió con una media sonrisa y un entonces dame un ramo de margaritas, de esas no que están muy pochas, sácame unas nuevas por favor… Así lo podías retener un poco más yendo a buscar las margaritas nuevas a la recámara, y cortando los tallos con sumo cuidado, con el delantal verde y los guantes grandes y sucios. Después envolvías el ramo con papel de celofán verde, y lo atabas con una cinta roja, haciendo eso con las tijeras para que las puntas se enrollen como un espiral, que sabes que le gusta mucho porque siempre se queda mirando, con los ojos azules muy abiertos como de quien luego va a practicar en casa.
Haciendo recuento, compruebas que, además del cactusss, el ficus y las margaritas, el rubito debe tener por lo menos una gardenia, dos geranios, un ramo de eucalipto seco, un par de gladiolos rojos, un rosal, una menta y... unos sacos de tierra, tiestos y abono.
Sólo un día faltó el rubito a la cita, y ese día llovió, oscureció y, sin querer, te cargaste un potus con el tiesto y todo. Al día siguiente apareció cabizbajo, con el mechón rubiomásclaro tapándole completamente el ojo izquierdo. Sólo compró unas semillas y apenas te miró, como sintiéndose culpable de haber roto la costumbre, y cuando se marchó se le escapó un hasta mañana… Ese día hiciste tuyo al rubito.
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