Recupero aquí el primer relato que publiqué en esta web, en el ya cada vez más lejano mes de diciembre de 2002. Es lógico que a este cuento le tenga un cariño especial, porque fue mi llave de entrada a esta comunidad. Por otro lado, quisiera aclarar que el cuento es una especie de versión de otro cuento de un amigo mío, Juanjo Frutos, que también podéis encontrar bajo el poco modesto nick de el_inefable_jota. El cuento en cuestión se llama "Cuentos para Alicia". Lo digo por si queréis echarle un vistazo y comprobar cómo se destroza un buen cuento...
Se acababa de tirar desde un quinto piso y, sin embargo, seguía con vida. Era muy extraño porque había hecho los esfuerzos para caerse de cabeza. Se palpó el cráneo y notó la humedad pegajosa de la sangre y una viscosidad que, sin duda, pertenecería a los sesos. Sí, se había abierto la cabeza en dos pero... ¿por qué seguía vivo?
Esta misma pregunta se la formularon los miles y miles de suicidas que en ese instante trataban de quitarse la vida. Ninguno de ellos lo consiguió. De nada servían los hornos de gas, las cuchillas de afeitar, las pastillas, los lanzamientos desde un puente, los disparos en la sien... Pero no era algo que sucediera sólo al colectivo de suicidas, no. Le sucedía a todo el mundo. Nadie podía morir.
Un hecho que trastocó el funcionamiento normal del planeta. De inmediato surgieron automovilistas que atropellaban a peatones por placer (sueño prohibido de conductores de grandes urbes); atracadores terriblemente temerarios; vigilantes igualmente osados; yonkis que competían a ver quién se inyectaba más heroína de un sólo pinchazo; psicópatas por doquier; guerras más encarnizadas que nunca (ahora había que “machacar” literalmente al contrario para que, al menos, no pudiera seguir luchando)... A lo que hay que añadir el maremágnum de agoreros, videntes y profetas que vaticinaban el apocalipsis (sector pesimista) o la llegada del reino de los cielos (sector optimista). Eso sí, todos coincidían en la misma pregunta: ¿dónde está la Muerte?
Ajena a todo este alboroto, la Muerte dormía plácidamente sentada en la cama de la habitación de Juanjo, el protagonista de nuestro relato. Apoyada en la pared estaba la guadaña, sucia pero de aspecto imponente. En su regazo, un puñado de folios. Juanjo recogía las hojas sigilosamente y las juntó con otro montón que tenía en el escritorio. Las apiló bien y añadió encima el folio que expulsaba la impresora, una especie de portada donde se leía en letras grandes “CUENTOS PARA ALICIA” por Juan José García. Con su libro de cuentos recién terminado, Juanjo se dio por satisfecho. Encendió una colilla de las centenares que había por el suelo y se puso a mirar a la Muerte. Se sorprendía de su tranquilidad, aunque tampoco le extrañaba del todo. La Muerte llevaba allí muuuuchas horas. Y Juanjo llevaba tantos días metido en esa habitación que le costaba verdaderos esfuerzos recordarlo todo.
De una forma brumosa, espesa, recordaba haber estado en esa misma habitación dando cuenta de varias botellas de whisky. Sí, pretendía matarse. Y sí, no reunía el valor suficiente. La vida le parecía un asco y un sinsentido, sentimientos ambos muy propios de un amante despechado. Y es que a Juanjo su amada le dejó por otro. Más cachas, más rico y, probablemente, más imbécil que un berberecho. Pero se había llevado a su chica. En un momento así, es fácil mecerse en los brazos del abandono y Juanjo puso todo su empeño en ello. Pasaba las horas maquinando de qué forma matarse porque, por supuesto, no podía ser de cualquier manera. Tenía que ser lo suficientemente espectacular como para que ella –Alicia- se sintiera horriblemente culpable y presa de la desesperación, qué coño.
Pero al cabo de dos o tres días –no recordaba bien- el alcohol le obligó a dormir. Y, curiosamente (como todo en este cuento), al despertarse no tenía resaca. Se encontró inusualmente despierto y con una necesidad imperiosa de hacer algo. Comenzó redactando una carta dirigida a su amada en la que le explicaba todos sus sentimientos. Pero éstos, rebeldes como un niño malcriado, se mostraron esquivos, negándose a dejarse plasmar en el papel de forma clara y concisa. Y hete aquí el motivo por el cual Juanjo empezó a escribir su primer cuento. Desechó la idea de la carta y comenzó a escribir su historia con Alicia como si fuera un relato de ficción. Hay que decir que la idea funcionó. Quizá demasiado bien porque, a partir de entonces, Juanjo solo salió fugazmente a comprar cigarrillos y, al cabo de varios días, ni eso. Necesitaba escribir y escribir y escribir. Ideó un libro de relatos dedicados a su amada, “Cuentos para Alicia”, donde cada historia sería una faceta más de los sentimientos que le había provocado la muchacha.
Ni que decir tiene que el amor, inspirador de muchas locuras, es también inspirador de los más bellos frutos. Como aquellos cuentos donde nuestro protagonista, sumergido en un trance de consecuencias fatales, vertió las palabras más hermosas en las historias más conmovedoras que antes ni tan siquiera imaginó que fuera capaz de crear.
¿Hemos dicho “consecuencias fatales”? ¿Por qué?, se preguntará usted, querido lector. Porque tras días de frenética actividad, de ausencia de comida y bebida, el cuerpo de Juanjo se empezó a agotar. Si bien su creatividad se mantenía intacta, el organismo –tan material él- fue dando señales de debilitamiento hasta provocar la visita de la Muerte. Aunque, todo hay que decirlo, su entrada en esta historia no fue de lo más digno que digamos.
La Muerte está acostumbrada a que la reciban con expresiones de espanto. También con alegría. Se dan casos de incredulidad –al menos en un principio-, de total extrañeza, de franco enfado. Pero... ¿con total indiferencia? Juanjo seguía escribiendo y escribiendo. La Muerte se acercó a él y, adoptando la postura más solemne de su repertorio, le dijo en un tono gravísimo y profundo:
- Juan José, vengo a buscaros.
Y Juanjo, erre que erre escribiendo. La Muerte carraspeó y aumentando el volumen de voz repitió:
- ¡Juan José, vengo a buscaros!
Nada. Como si no existiera. Contradiciendo su propio libro de estilo, la Muerte le tocó un hombro con el dedo. Pero no se giró. Ahí comenzó a ponerse nerviosa y probó a variar el tono (más agudo, más grave); el modo (ora solemne, ora “me-estoy-empezando-a-cabrear”); la línea argumental (desde “te tienes que cagar de miedo” hasta “qué le vamos a hacer, yo sólo soy un mandao”); e incluso mediante la utilización de indirectas, como invitarle a una partida de ajedrez, decir frases del tipo “¡aquí huele a muertoooo!”, o contar chistes obscenos sobre el Espíritu Santo que tan buen resultado le daban en las reuniones sociales de los Inmortales.
Pero no había manera. Juanjo no se giraba. Y dado que la Muerte no puede actuar sin que el finado le mire directamente a los ojos, aburrida y hastiada del dichoso encargo, se sentó en el borde de la cama. A su lado se acumulaban hojas y hojas escritas en la fría letra de una impresora. Aunque sólo fuera por pasar el rato, la Muerte comenzó a leer aquellas hojas. Descubrió los relatos de nuestro protagonista y sus historias llenas de pasión. No sabemos qué, pero algo debió removerse en su interior, algo que hizo que la fatal Dama siguiera leyendo absorta uno tras otro los folios que Juanjo había escrito convulsamente esos días, hasta el punto de quedarse dormida.
Y hete aquí que regresamos al punto de partida: la Muerte dormida, Juanjo mirándola y nosotros preguntándonos qué va a ocurrir.
Y sucedió lo inesperado.
Tras mirarla durante un largo rato, Juanjo concluyó que la Muerte dormía profundamente. Llegó incluso a carraspear un par de veces, pero Ella ni se inmutó. ¿Cómo saber cuánto es el sueño de un Inmortal? ¿Debía despertarla? ¿Dejarla allí y esperar? Ya había acabado su libro, no tenía ganas de quedarse más tiempo en su habitación. Se puso a buscar los zapatos cuando su mirada topó con la guadaña. Cosa curiosa porque, como ya hemos dicho antes, era imponente, pero hasta ahora no se había dado cuenta de su existencia. Quizá fueron los días encerrado, quizá su cerebro se había secado, quizá la falta de alimentos, quién sabe, pero, en ese instante, a Juanjo se le ocurrió una idea loca que consiguió hacerle brillar aunque fuera levemente su cenicienta mirada.
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Había perdido la cuenta de las veces que se había tirado desde el quinto piso pero, de nuevo, continuaba sin morir. Ya no sabía qué hacer con los pedazos de cabeza que se esparcían por la acera. Las primeras veces recogía todos los cachitos, los repartía entre sus bolsillos y seguía lanzándose. Pensaba que debía matarse entero, que se mataría mejor si todo él –todos sus pedazos- se lanzaban al vacío juntos. Pero a partir de no sabe qué vez, se despreocupó de recogerse y se limitó a subir arrastrándose para dejarse caer de forma rutinaria desde su balcón. Ya había perdido toda esperanza de descansar cuando apareció Ella. Una fugaz mirada a los ojos oscuros de la Parca, una sonrisa de alivio en su maltrecho rostro y la guadaña cayó sobre él, terminando de una vez por todas su obstinado suicidio.
Ese fue el comienzo del retorno de la Muerte a sus labores y, con ella, del regreso de la cordura al mundo. Al cabo de varias semanas, todos los muertos estaban enterrados. Incluido el cadáver de Juanjo, al que encontraron tumbado en su cama, al lado del libro “Cuentos para Alicia”, que fue publicado póstumamente, recibiendo premios y galardones suficientes como para enriquecer a una asombrada familia (que desconocía por completo las veleidades literarias de Juanjo) y a una Alicia afligida que calmó su tormento vendiendo exclusivas a aquellos medios tan preocupados siempre por las vivencias ajenas.
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Y aquí estamos, querido lector, usted y yo, quizá decepcionado o extrañado por el final de la historia. Pero tenga paciencia. Ahora me toca el turno a mí. Un nuevo hecho inusual: que aquel que relata acabe protagonizando lo relatado, aunque ya deberíamos estar acostumbrado a lo insólito en esta historia. Disculpen si no me explico demasiado bien, pero tengo a la Parca a mi lado, leyendo todos los relatos que se amontonaban en mi mesa. Cuando Ella llegó y vio los folios, en ese instante, se quitó la capucha y pude ver que no era un cráneo pelado, todavía conservaba algo que recordaba a un humano. En ese instante, me confesó que se había llamado Juanjo, que también tuvo su época de escribir y me explicó su historia. En ese instante, creo que se le escapó un suspiro de alivio. Y me pareció sospechoso que evitara por todos los medios mirarme a los ojos mientras buscaba dónde sentarse a leer mis escritos.
Aturdido por los acontecimientos, no lo entendí entonces. Pero ahora sí. Ya me he fijado en la guadaña. Realmente impone, pero no creo que cueste mucho manejarla. Mientras escribo estas últimas palabras, miro de reojo y veo que la Muerte comienza a cabecear. Sé que sólo simula dormirse, pero no me importa. A ambos se nos escapa una sonrisa cómplice.
La impresora escupe una especie de portada: “LA MUERTE DORMIDA” por Pedro Marín. ¡Espero que sea un éxito también! Bueno, es mi turno. Sean pacientes conmigo si nos encontramos por ahí, soy nuevo en esto. ¡Ah!, y no olviden evitar mirarme a los ojos si quiere explicarme su historia...
© ® Pedro Marín Mármol, 2003 |