El niño abrió los ojos cuando el sol hacía ya varias horas que había empezado su tediosa y eterna tarea de dar comienzo a un nuevo día.
Apartando su mugrienta sabana robada a otro niño aun más pequeño y recogida por éste de una basura, surgió del callejón sin salida donde apoyada contra la pared final había construido una choza de cartones y plásticos y se fue calle abajo.
Rescató una manzana mordisqueada por alguien para quien el hambre no es un problema, sino una sensación circunstancial y se llevó media taza de café con leche de la terraza de un bar, dejada quizá por algún apurado trabajador que llegaba tarde a su puesto.
Bajó por el ancho paseo que llevaba al mar, pidiendo a algún sonrosado y saludable turista monedas sueltas, mientras extendía su sucia mano hacía esos bultos esquivos que se apartaban de él.
Con apenas once años se había olvidado de reír, o tal vez jamás había aprendido. Sus juguetes eran una vieja navaja de afeitar robada hace mucho tiempo de una peluquería y una botella de plástico, con un agujero por el que había metido un cartón enrollado y con la que fumaba día tras día esa pasta amarillenta, hermana bastarda y pobre de la cocaína.
Abandonado por una madre que perdía hijos como quien pierde pelo y quien sabe bajo que patán borracho estaría ahora engendrando nuevos cachorros de alimañas urbanas.
No, él no necesitaba madre, ni padre, ni suerte…
Se bastaba a sí mismo, con esa alma de hierro que le impedía llorar cuando estaba solo y ese estomago a prueba de bombas que se negaba a vomitar lo poco que hubiera comido, aún cuando algún cerdo degenerado le golpeaba ebriamente porqué no se la chupaba como a él le gustaría en los lavabos de una maloliente estación de trenes.
Por la noche, se iba a la zona oscura de la ciudad, donde decenas de niños como él se juntaban para comprar esa pasta viscosa y fumarse, en una aberrante comunión, un “basuko” que les corroyera los pulmones y les anestesiara el cerebro.
De camino a la choza, ya bien entrada la madrugada, con los sentidos embotados, recogía colillas de las que extraer unas caladas antes de echarse sobre su cama de cartón y papel.
Esa noche, con su cuerpo aletargado y vencido por una narcótica somnolencia, dejó caer la colilla todavía encendida al suelo lleno de basura…
Y lo que al día siguiente apareció en la crónica de sucesos de un pequeño periódico como la muerte en un incendio de un pequeño indigente, a él le pareció, entre sueños artificiales, una fiesta de luz anaranjada y calor que le salvaban de esa condena a la que los demás, se empeñan en llamar vida.
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