Zulma está sentada en el living de su casa. Está sola. Allí todo se ve muy claro: el sol de la mañana alumbra directamente los ventanales de la habitación. Todo está en desorden. Hay revistas tiradas, platos sin lavar desde hace varios días, sobre la mesa ratona una taza de café sin café, los sillones deshojados regados de cenizas de muchos cigarrillos.
Zulma esta fumando. Parece vivir en otro mundo, allá en algún rincón de su mente. Su mirada está fija en un cajón de una cómoda cercana.
Mira y fuma, no hace otra cosa.
La puerta de la casa, allí mismo en el living, se abre. Ingresa un hombre alto, de cabellos oscuros, piel gruesa y ojos profundos. Camina hacia la cómoda donde esta el cajón que tanto captura la atención de Zulma. El hombre lo abre y extrae de él una pistola.
- Casi te la dejo para que me des el gusto de desaparecer de mi vida, - dijo - pero no tenés el valor, mujer.
La guarda en sus ropas y se va.
Zulma cierra los ojos y grita del odio. Siente en su corazón un dolor que duele en el alma, y que le altera todos los sentidos. Llora, suda y vomita al mismo tiempo.
Zulma esta harta de mirar aquel cajón, de desear tomar esa arma y acabar con ese sufrimiento que tanto la invade. Zulma no tolera cada segundo que pasa, no soporta los días ni las noches ni a ese hombre que se lleva la errónea respuesta a cada una de sus preguntas.
Zulma se tranquiliza, respira profundo, enciende el décimo cuarto cigarrillo de la mañana; se recuesta en el sillón, observa el techo y allí permanece en el mismo estado desde hace meses: a punto de perder la vida, pero sin la suficiente cobardía para poder hacerlo.
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