I
Colgué el teléfono. Desde donde estaba, en el sillón, miré desolado la calle por la ventana. Era un día
de febrero, de esos días en que uno maldice el invierno. La tarde era oscura por las nubes, llovía lentamente, con melancolía... En resumen, ese
viernes prometía terminar terrible y definitivamente aburrido.
Escuche una especie de suspiro frente a mí. Ahí, junto a una chimenea que nunca prendía (entre otras cosas porque no es una verdadera chimenea) estaba tumbado Monseñor.
Monseñor era un rotwailler negro con café oscuro como todos los de su raza; ladraba, gruñía, tragaba,
destruía las pocas plantas del breve jardín delantero de mi casa, orinaba y cagaba como todos los de su especie.
Esa tarde estaba, como imagino que estarían todos los rotwailler de Morelia, tan aburrido como yo mismo.
Me miraba con ojos de me da hueva esta pinche vida de lluvias y frío todas las pinches tardes (en realidad, Monseñor era un poco exagerado, pero qué
le vamos a hacer).
La llamada que acababa de hacer (yo, no Monseñor) era mi última esperanza. Pero al parecer, todos mis
amigos tenían alguna boda, quince años, reunión familiar o compromisos ineludibles.
Maldita sea, pensé como 30 mil veces esa tarde (exagero, sólo fueron dos o tres), ¿a quién chingados se le ocurre casarse en un día de lluvia y
como a tres grados centígrados? En fin, todo parecía indicar que esa noche la pasaría viendo televisión.
Monseñor volvió a suspirar. Parecía decirme ¿Te vas a quedar ahí sólo porque ninguno de tus cuates
tuvo la decencia de estar libre esta tarde? No, debes salir, enfrentar la tarde. Vete al bar a emborracharte como sólo tú sabes hacerlo.
Me sentí avergonzado ante la mirada de Monseñor. Me levanté, tomé mi gabardina y mi gorra de
hombre interesante y me dispuse a salir a conquistar a alguna friolenta chica. Al principio, Monseñor me miró con cara de aprobación. Pero cuando vio que yo tomaba su collar y la cadena su expresión cambió. Lo noté porque soy bien abusado; que yo saliera en esta tarde de perros estaba bien, pero no entraba en
sus planes que él me acompañara, por lo que, al parecer, no era en realidad una tarde de perros. Quiso resistirse, pero no lo permití; Monseñor, le dije, no están mis cuates, pero dime ¿quién es el mejor
amigo del hombre? Ante un argumento tan contundente y certero no tuvo más remedio que acompañarme. Debo decir, en honor a Monseñor,
que todo el camino de la casa al bar se la pasó gruñendo, que es la forma perruna de mascullar protestas.
II
El bar estaba solo. Cuando los meseros vieron a Monseñor intentaron impedirme el paso, pero me mostré firme, alegué que no había nadie en el bar
(bueno, casi nadie, sólo dos chicas en una mesa arrinconada), defendí mis derechos y prometí una buena propina.
Para mí pedí un tequila. Para Monseñor una cerveza en un plato hondo.
Jamás lo hubiera pensado de Monseñor; parecía un perro respetable, sin vicios, capaz de autocontrolarse
siempre que no pasara frente a él un gato u otro perro. Pero se bebió la cerveza como si la vida le fuera en ello. Ante sus gruñidos y ladridos le
pedí otra.
III
A la tercera cerveza Monseñor se sentó en una silla. A la cuarta me preguntó (sí, me preguntó con voz grave) ¿por qué vamos a brindar? Debí quedarme
sorprendido, pero en realidad me alegró saber que tenía con quien platicar.
Propuse, titubeando, brindar por ellas (ya medios chiles a uno siempre le da por brindar por ellas). Salud, dijo, se bebió su cerveza de tres lengüetadas.
Él mismo se pidió la quinta y dejó al mesero sorprendido. En botella, por favor, dijo al mesero. Y como el mesero se quedó estático contemplándolo
con la boca abierta, lo reprendió: Qué, ¿nunca oíste hablar a un perro? Ándale, mi chavo, que me estoy secando.
El mesero corrió a la barra y platicó con el barman. Poco después llegó con la botella. Gracias, mano, le
dijo Monseñor con solemnidad. “Sí”, atinó a decir mientras miraba con ojos enormes al perro que, ya completamente desinhibido por el alcohol, tomó la botella con ambas patas y se la llevó a la boca.
Mis sentimientos fueron confusos. Pasaron vertiginosamente de la sorpresa a la euforia por hacerme rico, luego la culpa por querer explotar
de esa manera a Monseñor, quien después de todo era mi mejor amigo. Así, surgió la alegría por poder
conversar con aquel compañero que había demostrado, desde que era un cachorro, verdadera lealtad. Incluso aquella vez que lo castigué injustamente cuando desaparecieron mis
pantuflas y creí que el las había destrozado y enterrado, y luego recordé que las había dejado en casa de una mujer a la que preferí no volver a ver. Me sentía realmente culpable.
Lo siento, le dije. ¿El qué?, respondió cortésmente. Lo del otro día. Y le recordé el asunto de las pantuflas. Oh, no te apures, me dijo. Lo bueno es
que te deshiciste de esa mujer.
IV
En la mesa arrinconada, las dos chicas cuchicheaban y nos miraban. De pronto se levantaron y se dirigieron
a nuestra mesa. ¿Podemos sentarnos con ustedes? Preguntaron. Monseñor y yo las miramos asombrados y, debo decirlo, con cierta indiscreción; estaban
buenísimas. Luego nos miramos con cara de qué suerte tenemos. Por supuesto, dijo Monseñor y
me cai que tuvo que evitar un aullido.
Como Monseñor y yo estábamos frente a frente, de pronto me imaginé en la mayor aventura jamás imaginada... por mí. Dos chicas para un
servidor, y todo gracias a Monseñor... Eres un gran amigo, pensé dirigiéndome a él.
¿De verdad hablas? Preguntó una de ellas (la mejor, habrá que decirlo). Pregúntame lo que quieras preciosa, respondió Monseñor con acento de galán de televisión. Aunque yo no lo veía, sabía que estaba moviendo el rabo alegremente. Estaba hecho un
casanova.
Lo demás está por demás decirlo. Hablamos mucho, chupamos mucho y su servidor se vio obligado a
pagar la cuenta de los cuatro. No me arrepiento; hasta ese momento la noche prometía ser maravillosa.
V
Y fue maravillosa. Por lo menos para mi y Anastacia. Ellas pasaron a mi casa luego del bar. No hablamos mucho, porque todo lo habíamos dicho ya. O por lo menos esa afirmación es cierta para Anastacia y para mí.
Sin embargo Andrea, la mejor de las dos, parecía tener más que decir y mucho más que escuchar. Interrogaba a Monseñor una y otra vez sobre las
mismas cosas, y Monseñor respondía con una paciencia infinita, pero con cierto brillo en los ojos perrunos. Monseñor acompañaba cada frase con un “muñeca” o un “preciosa” o cualquier otra palabra de ese tipo, y acercaba su morro a la cara de Andrea
y le daba pequeñas lengüetadas a las que ella respondía con una risita divertida o nerviosa, vayan ustedes a saber.
De lo demás ya no sé qué pasó, porque con Anastacia entramos a mi cuarto, cerramos y nos entretuvimos en asuntos que no viene al caso relatar.
Luego de mucho tiempo quedamos rendidos y más dormidos que un oso en invierno.
Nos despertó Andrea cuando fue por Anastacia. Apenas pude acompañarlas a la puerta por el sueño
y la cruda.
VI
Me despertó Monseñor en la madrugada; como a las 12 del día. Sentía que alguien martillaba mi cabeza y mi pecho con verdadera desconsideración. Alguien tendrá que escucharme, pensé antes de abrir los ojos con buenas ganas de practicar kung fu y tudi cuan do.
Pero ya con los ojos bien abiertos (exagero, estaba adormilado) comprobé que los martillazos en mi cabeza
eran por la cruda, y en el pecho eran provocados por Monseñor que brincaba sobre mí, con la boca abierta en una sonrisa perruna y el rabo frenético.
Vamos, monseñor, le dije, es muy temprano para ir a pasear. ¿Temprano? Replicó. ¿Estás loco? Anda, mi buen amigo, levántate y vamos por un menudo picosito y unas cervezas… Este dolor de cabeza me está matando.
Brinqué de la cama sobresaltado. De manera que no era un sueño, Monseñor hablaba, y correctamente, como un caballero inglés… Bueno, más bien alemán,
aunque sin acento… En fin, habla como todo un rotwailer muy bien educado (debo decir que me sentí orgulloso). Como pude, porque la cruda era de ésas que ya no hay, me vestí (dejé el baño para un mejor momento), me dirigí a la salida con Monseñor pisándome los talones, tome el collar y la cadena y me volví para ponérsela.
Al verme, Monseñor retrocedió alarmado, me miró con reproche y me preguntó ¿qué demonios piensas hacer? Ponerte el collar, dije como agarrado en falta.
¿Y quién te crees que soy? ¿Un perro? Bueno, la pregunta me desconcertó.
Efectivamente, en apariencia era un perro, pero razonaba y hablaba como un hombre. En fin, ante tal disyuntiva mejor opté por quedarme callado, con
los brazos colgados, la cadena asida con flojera y los ojos pelones.
Deja eso en paz, continuó con tono conciliador y vámonos. Sí, dije sin saber que decía. Abrí
la puerta y ya íbamos para afuera cuando pensé que realmente no era una buena idea ir con Monseñor a la fonda, sentarnos a la mesa, pedir un par de menudos y sendas cervezas y ponernos a platicar como buenos cuates luego del reventón… No, no era buena idea.
Y se lo dije. Al principio se ofendió, me reprochó, me acusó de racista, me recordó que lo castigué sin
razón, me reclamó afectar su dignidad, pero terminó comprendiendo que el mundo es ingrato y que si se ponía a platicar corría un verdadero riesgo de ser secuestrado y esclavizado.
VII
Fue una hora más tarde cuando me lo confesó; luego de la tercera chela habló de su maravillosa noche con
Andrea, de su voz, de su cabello, de la suavidad de su piel, de aquellos ojos soñadores, de la voz dulce, cristalina y musical, de sus… Bueno, en conclusión,
Monseñor estaba enamorado.
En la plática nos tomamos como un cartón y medio de cervezas, y le hubiéramos entrado a más si no
fuera porque sonó el teléfono. Era Anastacia que acaba de superar la cruda, pero no un trauma por solidaridad; según ella Monseñor había tratado de
propasarse con Andrea.
Pero cómo podría propasarse un perro que no es del todo perro con alguien. Bueno, creo que podría, pero
por lo que me dijo el bueno de Monseñor ella le dio pie… En fin. Creo que el problema es que ella pensó que mi perro era sólo un perro que habla, mientras
que Monseñor se asumía como un humano con pelos y aspecto extraño, pero humano al fin de cuentas.
Y sólo por ese razonamiento, sólo por reflexionar cómo veía cada uno ese encuentro de la noche anterior (Monseñor afirmó y afirmó que Andrea le acariciaba la panza y el pescuezo con una cachondería y un enamoramiento inimaginable) terminé más pedo que si me hubiera tomado el cartón yo solo.
VIII
Tres días más tarde, cuando regresé por la noche del trabajo, me encontré a Monseñor tumbado, con el teléfono junto a él.
Algo le pasó, me dijo en cuanto me vio. No la localizo. Y hace poco alguien contestó su teléfono y luego
colgó. Yo creo que la secuestraron, tenemos que hacer algo.
La verdad es que no le había pasado nada; ella no quería hablar con Monseñor. Le tenía miedo, se tenía
miedo a sí misma y… Bueno, ésas son conjeturas; no le quería contestar y ya.
Es increíble lo que un rotwailer respetable puede adelgazar en sólo tres días de no comer. La cosa es que mi buen amigo estaba irreconocible: flaco, ojeroso, etcétera (una pasadita por internet me hizo desistir de la frase trillada de Oscar Athié). No caminaba, se arrastraba. Estaba enfermo y pálido de tanto no dormir (o por lo menos así lo habría descrito Acuña).
Así que me vi obligado a hacer de tripas corazón, sacar el tequila, dos caballitos y mirar a mi amigo fijamente para decirle, con toda solemnidad (como el caso lo ameritaba): tenemos que hablar de hombre a hombre.
IX
Al principio no me creyó, me dijo que yo estaba celoso, que se la quería bajar, que en el fondo no aceptaba su condición, que yo era un egocéntrico
controlador; en su momento de más furia hasta me gruñó, peló los dientes, aventó las orejas para atrás y erizó los pelos del pescuezo.
Yo, desde luego, intenté hacerlo entrar en razón. Le hablé de la amistad y de la vieja frase de que un amigo puede herirte con la verdad etcétera. Luego le dije que creyera lo que quisiera, que al fin y a mí no me importaba.
Esas palabras nunca fallan; Monseñor dejó su aire arisco, cerró sus abiertas fauces agresivas y dijo:
está bien… Sólo dijo está bien. Y luego de un rato de silencio agregó: “Igual y tiene miedo”.
Yo sentí pena por mi amigo. Ciertamente ella tenía miedo, y mucho. Pero además ella no quería saber
nada de un perro enamorado… de ella. Pero sentí mucha lástima por Monseñor, así que le dije una mentira piadosa: Déjala descansar, estoy seguro que
después de un tiempo entenderá que el amor de su vida eres tú.
X
Mi mentira piadosa fue descubierta poco más tarde; uno o dos días después de aquella conversación Anastacia me llamó al trabajo. Desde que oí su voz
supe que algo iba mal. No recuerdo sus palabras, pero resumiendo su rollo de 20 minutos, me dijo que no debía perder el tiempo y correr a casa; Monseñor
podría cometer una locura.
Llegué patinando, abrí la puerta apresuradamente y encontré a Monseñor, o lo que quedaba de él,
gimiendo desconsoladamente en un rincón. Ni siquiera me puedo suicidar, dijo cuando me vio. En efecto, junto a él estaba una cuerda, un frasco de
plástico lleno de pastillas (afortunadamente no lo pudo abrir; eran purgantes) y una pistola (de diábolos). Tengo patas de perro, agregó. Yo guardé silencio un momento hasta que me atreví a responder. Monseñor, le dije con acento solemne y mirándolo a los ojos, eres un perro.
En otro momento me hubiera mirado torvamente, me hubiera gruñido y me hubiera mentado la madre,
pero estaba tan jodido que gritó con voz de falsete: ¡Soy un hombre en el cuerpo de un perro! Me quedé callado y con la boca abierta. Eso fue lo que yo llamo
un argumento contundente e inobjetable, como en los mejores años del PRI. Decidí que mi deber sagrado
era ayudarlo.
XI
E hice todo lo humanamente posible. Le hablé a Andrea y usé los argumentos más conmovedores, ¿crees que soy zoofila?, me dijo después de escucharme, y me colgó el teléfono. A Monseñor le presenté las perras más coquetas y guapas de la ciudad, ¿crees que soy zoofilo?, fue su respuesta.
Quise llevarlo con una sicóloga, de hecho hablé con una, creo que es usted quien necesita ayuda, me dijo, y estuve a punto de terminar en la Casa de la Risa. Convencí a un siquiatra de que lo viera,
pero llegó a la conclusión de que los tres (él, Monseñor y yo) sufríamos esquizofrenia (él y yo con alucinaciones, y monseñor con fragmentación de la personalidad).
Conseguí contratar algunas chicas perversas para que lo atendieran, pero él las miró con desden. La única mujer que vale la pena, dijo en un gemido, es Andrea.
XII
El estado de Monseñor fue de mal en peor, hasta que una noche me miró, fuiste un gran amigo, me dijo, y dejó de sufrir para siempre.
Me gasté todos mis ahorros para darle un entierro digno a mi mejor amigo. Andrea, desde luego, fue al
velorio y lloró como Magdalena, en el entierro hasta se desmayó. ¡Monseñor, por qué te tenías que morir!, gritaba, y también ¡Yo te amaba, ¿ahora qué haré yo sola y sin ti?! Sentí más pena por Monseñor que por ella. |