No, no recuerdo la edad exacta que tenía, dieciocho ponele. Si puedo ver como era el pueblo, como brillaba el sol en las calles y en mi soledad, también puedo ver mis ojos de angustia cuando comenzaban las noches.
Sabia de las muertes de Lowry y de Hemingway, sabia del alcohol, de fusiles para voltear elefantes con el caño metido en la boca, de ese sabor del metal en la boca babeante. Y el estruendo.
Imaginaba su mirada descompuesta en busca de la muerte.
Ese gesto que ya no era él.
El otro que se ahoga en aguardiente y se quema bajo el sol mejicano, en Cuernavaca. Y escribe siempre ebrio o más que ebrio, escribe sin saber que escribe.
A los dieciséis había leído todo Hemingway, o eso era lo que les decía a esos grandulones rústicos que me escuchaban sentados al reparo del paredón de la canchita. Les podía contar cualquier fábula y la daban por cierta, eran como escolares pero con músculos desarrollados.
El tema de ellos eran los genitales. Erecciones, orgasmos, el olor del sexo.
Yo hablaba y ellos hacían silencio.
En los ojos, los mismos que explotaban de angustia en las noches, seguro me aparecía la sorna, la felicidad disimulada, cuando les contaba historias sacadas de los libros y ellos, que me doblaban en edad y en tamaño hacían silencio y viajaban con mi voz.
En mis relatos sexuales contenían la respiración y se colocaban las manos entre las piernas. Escondían su excitación acostándose boca abajo sobre la arena.
Ahí, en esa época, les conté de la Porteña.
Alguien la trajo desde la ruta –viajaba a dedo-, a donde sea, a donde la llevaran. Viajaba sola y su equipaje era una mochila con un armazón metálico, una mochila casi más grande que ella.
Creo que -si la escucho nuevamente- podría identificar su voz. La dulzura de su voz, ese tono de leve ronquera preguntando, y el celeste de sus ojos al clavarlos en los míos en busca de respuestas.
Si, me paralizaba y le respondía estúpidas frases esquivando los ojazos. Su belleza no me dejaba pensar.
Ella sonreía al escucharme. El tiempo posterior a no volver a verla, -o sea el resto de mi vida- me persiguió ese gesto, como la repetición de una escena burlona.
La usé a partir de ahí, como protagonista de mis sueños y relatos.
Algunos la vieron esa tarde –esa única tarde, en la estación- por eso se acomodaban cuando la incluía como protagonista de alguna historia.
A veces pienso que es mi actriz preferida, una mezcla perfecta que se fue mejorando con los años. Que no envejeció.
Que sigue perfecta.
El beso, el ligero beso -en mis labios secos de adolescente- que me estampó cuando subía el estribo del vagón del Lagos del Sur y yo la ayudaba con su equipaje, lo fui perdiendo. Es solo un espasmo oscuro de su cara que se acerca -no lo siento en la boca- y luego veo ya su mano saludando, con el tren en marcha.
Ojalá lea esto y en su memoria aparezca aquel viaje a la Patagonia en los ‘70, no agregare la vanidad de que me recuerde.
Dejaría de ser perfecto.
(2009)
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