MAL CARÀCTER
Josè subió las escaleras hasta el cuarto piso jadeando, maldiciendo el tabaco, a la comunidad de vecinos y a todo lo que se le pasara por la cabeza. El hecho de que el ascensor no funcionara era una excusa más para dar salida a su mal humor. Lo que realmente le fastidiaba era que el ejercicio acabara calmándole, porque el mal humor, cuando en lugar de explotar sanamente era vencido por otra circunstancia, le dejaba un vacío insoportable por dentro.
Al llegar a su piso vio la luz de su contestador automático parpadeando, lo cual le dio una oportunidad más para que la ira se justificara con un blanco. Eran mensajes de Laura, sin duda, suplicándole que volviera con él o lamentándose una vez más de lo monstruoso que había sido con ella. Si tan malo era, ¿por qué se quejaba de que la hubiera dejado? Si era tan sumamente cruel, ella estaría mejor sin él. La única explicación para su actitud era que estaba loca o era estúpida. Las dos cosas ya eran motivo suficiente para que él la dejara. Aunque no necesitaba motivos. Sencillamente, no quería seguir con ella. Cada vez le provocaba más enfado que otra cosa, y así no se podía estar con alguien. Había que dejarlo, y lo había hecho. ¿Por qué seguía importunándole con sus mensajes, sus llamadas, sus apariciones por sorpresa en su casa o incluso en su trabajo? Laura se había mostrado aún más desesperante después de dejarla, cuando se suponía que ya se habría librado de ella y de sus llantos. Josè sólo esperaba que por fin se olvidara de él, o que se atara con otro, o que se fuera a otro país a superarlo. Que le dejara en paz de una vez.
Tras quitarse la chaqueta se dejó caer pesadamente en un sofá. Se quedó mirando la pared, pensando vagamente en que tendría que pintarla, aunque no lograba decidirse por un color. Era una estupidez. Si tienes que pintar una pared la pintas y punto, luego el color te va a dar igual. Pero aun así no se decidía. Había algo en él que se rebelaba contra el conformismo, y como a la vez era tremendamente exigente, nunca conseguía a estar a gusto. El resultado eran unas paredes agrietadas.
Mientras miraba la pared un movimiento percibido por el rabillo del ojo llamó su atención. Cuando estuvo seguro de que no había sido su imaginación, se quedó boquiabierto. No sabía qué era, pero algo se movía en su habitación. Se enfureció y se levantó del sofá, salvando a grandes zancadas la distancia entre éste y la puerta de su cuarto. Si Laura se había atrevido a entrar en su casa... No la consideraba capaz, pero estaba enloquecida.
Cuando entró se paró en seco, sosteniéndose inconscientemente en el marco de la puerta. Sentada en su cama había una criatura de medio metro de altura, con la piel grisácea y lisa, un rabo largo y fino que agitaba como un gato y unos ojos enormes, que reflejaban tanta inteligencia como maldad. Como cualquier persona racional, Josè pasó lista mentalmente de todos los animales extraños que conocía intentando catalogar a aquel ser. Por su forma de moverse y las orejas puntiagudas le recordaba a un gato, pero no era un cuadrúpedo, sus articulaciones y extremidades eran muy similares a las de un humano, aunque terminaban en garras. Tampoco era un simio, no tenía pelo ni esa mirada bondadosa y estúpida de los chimpancés del zoo. Josè alejó de su mente tan rápido como apareció la idea de que era un demonio, aunque no dudaba que unos siglos antes cualquiera lo hubiera identificado como tal. El diablo en su cama, la verdad es que la idea le parecía de lo más simpática.
Antes de que pudiera decidirse por una línea de acción (la criatura se limitaba a observarle, con expresión divertida, mientras movía su cola golpeándola contra las mantas con un ruido sordo) sonó el timbre. Josè fue automáticamente a abrir la puerta, sin preguntar quién era. Luego se maldijo por haberlo hecho. Quien fuera podía ver a la criatura, y le repugnaba la idea de que le relacionaran con ella. Cerró la puerta de su cuarto sin mirar la cama, y se dispuso a echar inmediatamente a quien fuera. Si era Laura, se aseguraría de nunca más se le ocurriera volver. Pensó que podía decirle que estaba con otra, pero entonces ella de seguro irrumpiría en su cuarto, llevada por la histeria, para ver a su rival.
Cuando llamaron a la puerta, prescindiendo del timbre, supo que no era ella. Era una llamada demasiado segura de sí misma. Con precaución, echó un vistazo a través de la mirilla, exhalando un suspiro de alivio al ver quién era. Raùl, la única persona a la que consideraba un amigo, aunque a veces pensaba que en lo más hondo de su pensamiento podrían despreciarse mutuamente. Lo cierto era que también eran los únicos que se aguantaban mutuamente, a Raùl no parecía importarle demasiado el mal humor de Josè y él no se ofendía por el comportamiento cínico y en ocasiones algo pedante de su amigo.
Iba a abrir la puerta, cuando se le ocurrió que Raùl podría burlarse de él cuando viera a la criatura. Pensándolo bien, era seguro que lo haría, y que además no le prestaría ningún tipo de ayuda para librarse de ella. Se limitaría a hacer la situación aún más incómoda. Ya había decidido no abrir cuando los golpes en la puerta se repitieron.
-Vamos, ¿te has quedado dormido? Abre de una vez, ser despreciable que rechaza la única compañía que todavía le soporta.
Con gran fastidio, Josè abrió la puerta.
-¿Qué es lo que quieres tú.? -Preguntó malhumorado.
Raùl entró, casi arrollando a su involuntario anfitrión, y arrojó su abrigo sobre una silla mientras ocupaba el sitio en el sofá donde había estado sentado hacía tan sólo unos minutos su dueño.
-Te traigo la solución a todos tus problemas. Bueno, te traigo la oportunidad de conocer a dicha solución, no te iba a traer a la pelirroja en persona, soy buen amigo pero no hago servicio a domicilio. Esta noche sales, y haz el favor de afeitarte antes, no me dejes mal porque he tenido que mentir vilmente para convencer a esta respetable dama para que aceptara poner sus encantos a tu disposición. Y ponme una copa que prodigar mi ingenio me deja sediento.
-No tengo ninguna gana de salir, de hecho hoy tengo ganas de estar solo, a partir de este mismo momento. -Respondió Josè, frunciendo el ceño y manteniendo la puerta abierta para corroborar sus palabras.
Raùlle observó estupefacto. Aunque había visto en multitud de ocasiones hablar así a Josè, por lo general ese trato había sido reservado para otros. Del mismo modo que él dejaba a Josè fuera de sus burlas más crueles.
Se cruzó de brazos, poniéndose en pie y recogiendo su abrigo.
-Muy bien, si tienes el día de boludo la verdad es que no encuentro ningún motivo para aguantarte. Hasta siempre.
Cuando comenzó a caminar hacia la puerta, se oyó claramente como algo rascaba en la puerta del dormitorio de Josè. Éste se puso pálido. La criatura había oído que Raùl se iba y había arañado la puerta para llamar su atención, para evitar que se fuera. Su intención era poner a Josè en evidencia, estaba seguro de ello.
Raùl miró en dirección al ruido y luego se volvió hacia su amigo, con una sonrisa.
-Vaya, así que despreciabas mi pelirroja porque tú ya tenías una morena, ¡eso puedo perdonártelo! Pero ¿tan fea es que te has avergonzado de tu conquista? ¿Tiene los dientes torcidos, o es menor de edad y tiene la cara infectada por el acné? Puedes decírmelo, todos tenemos un desliz de vez en cuando.
Josè abrió la boca para contestar, pero no pudo hacerlo. Su mente se había quedado totalmente en blanco. Aquella criatura era astuta, de eso no había duda. Tenía que sacar a Raùl de allí cuanto antes.
-Pues sí, es horrible y me muero de la vergüenza. Ahora, ¿quieres largarte para que pueda echarla a patadas? -dijo, empujandolò hacia la puerta sin contemplaciones.
Pareció que éste iba a protestar, pero ambos se detuvieron cuando los arañazos en la puerta se convirtieron en violentos golpes. A Josè comenzaron a temblarle las piernas. Raùl arqueó las cejas.
-Me parece que te ha oído. -Comentó.
Josè agarró a su amigo del brazo, clavándole sin darse cuenta los dedos en su carne. ¿Qué clase de ser era aquel? Los golpes habían cesado, pero habían sido extraordinariamente fuertes para su tamaño y constitución. No había sido una pataleta, como seguramente había pensado Raùl. Habían sido una demostración de fuerza, una amenaza.
Un sudor frío cubrió todo su cuerpo, mientras cerraba la puerta lentamente y empujaba a Raùl dentro de la habitación. ¿Qué debía hacer? ¿Qué querría aquella criatura? De repente se rebeló. No podía obligarle a nada. Dos hombres adultos podrían reducirla, sin duda alguna, y quizás estaba sobrevalorándola. ¿Quién le decía a él que era inteligente, y menos aún que podía entender lo que ellos decían? Seguramente era un ser totalmente irracional, como su apariencia animalesca sugería, y los arañazos y golpes se debían tan sólo a haberse visto encerrado.
Josè pensaba esto cuando oyó un sonido que le heló las venas. Era una risa, una carcajada cruel y burlona. La criatura no sólo podía entender sus palabras, también podía leer sus pensamientos, y se reía de ellos.
Miró a Raùl. Éste también se había puesto pálido y miraba la puerta fijamente. Nunca había visto una expresión así en su rostro, estaba asustado.
-Quién hay ahí dentro, a qué clase de demente has metido en tu casa. -Preguntó en un susurro.
Él agitó la cabeza, incapaz todavía de hablar. Se preguntó si era la criatura la que le había quitado el uso de la palabra. Raùl le miraba ahora, y en sus ojos se leía una acusación. Lo que había temido ya era una realidad, ¡creía que era cosa suya! Si veía a la criatura pensaría que él la había llevado allí, que tenía algún tipo de trato con aquel ser que, ya no lo dudaba, era demoníaco. Quiso explicarse, decirle que él era la víctima, pero seguía mudo. Se le ocurrió entonces que seguramente era eso lo que ocurría en la edad media, un demonio aparecía y lo único que tenía que hacer para que condenaran a alguien era estar a su lado y robarle la capacidad de defenderse. Entonces la chusma enardecida mandaba al pobre desdichado a la hoguera y la justicia del diablo estaba cumplida. ¿Y en esta época? Qué harían con él? No lo enviarían a la hoguera, pero sí al manicomio, donde pasaría el resto de sus días con una camisa de fuerza, balbuceando incoherencias mientras una enfermera aburrida le limpiaba la baba.
Josè sujetó a su amigo por los brazos, luchando por recuperar el habla. Quizás lograra decir una palabra, sólo una, y Raùl, inteligente como era, sabría interpretarla. ¿Pero qué podría decir? ¿Víctima? Quizás pensara que era su víctima la que estaba en la habitación. ¡Quizás el demonio tomara la forma de un cadáver y acabara encerrado por asesinato! También había psiquiátricos en las cárceles. Josè intentaba pensar con claridad, deshacerse del pánico que lo atenazaba, pero no podía quitarse de encima la angustiosa sensación de que cuanto más tardara en decir algo más claramente estaría loco ante los ojos de Raùl y del mundo entero.
Entonces sonó el timbre, y con ese sonido Josè supo que su destino estaba sellado. Raùl, agradecido por poder contar con otro testigo que atenuara su carga, abrió la puerta, y en su marco apareció la temblorosa y desdichada Laura.
Cuando Josè la conoció había sido hermosa y encantadora. Luego descubrió que el llanto la desfiguraba terriblemente, y que la histeria hacía de ella una criatura repugnante. Pero cuanto más lloraba y chillaba ella más fácil era que Josè hiciera o dijera algo que la hiciera llorar de nuevo. El sólo hecho de verla mirándole a él de reojo como si temiera que le dijera algo desagradable, provocaba invariablemente que él dijera algo peor aún de lo que ella se había imaginado. En ocasiones él le había gritado e incluso suplicado que recuperase su dignidad, que dejara de llorar y de darle razones para que siguiera enfureciéndose con ella, pero ella le miraba incapaz de comprender lo que se le pedía y sólo acertaba a contestar con un "ya no me quieres" que terminaba de desesperar a Josè. Era como si encontrara un placer morboso en verse a si misma tan desgraciada. El patetismo de ella y la ira de él formaban un círculo vicioso que él sólo había acertado a cortar negándose a volver a verla.
Cuando apareció en la puerta en sus ojos todavía estaban las huellas del último llanto. Se mordía los labios, consciente de que su presencia allí no era bienvenida, pero sin poder evitarlo.
Pero Josèno le gritó algo que le hiciera salir corriendo de nuevo, ni le dirigió una mirada de desprecio o una burla, ni nada que ella hubiera podido temer o esperar. Simplemente se quedó de pies, mirándola con el fatalismo pintado en los ojos. Ella dio un paso dentro de la casa, mirando alternativamente a Raùl y a Josè, quienes la observaban mudos. Al fin Raùl habló.
-Es mejor que te vayas. -Dijo, mirándose la punta de los pies.
Las lágrimas asomaron a los ojos de Laura. Miraba a Josè suplicante, estaba tan convencida de que el amor que él sentía por ella acabaría arreglándolo todo...
Entonces volvió a oírse un ruido en la habitación. Esta vez fue algo muy sencillo, tan sólo una silla moviéndose. Fue lo único que hizo falta.
Laura miró la habitación, luego a Josè, que permanecía en silencio con una expresión de sufrimiento en la que ella vio culpabilidad, y luego a Raùl, a quien se veía tan terriblemente incómodo.
-Estás con otra... -susurró, y las lágrimas desbordaron sus ojos y corrieron abundantes por sus mejillas- te has ido con otra...
De repente las lágrimas dejaron de correr y Laura soltó un grito. Ciega de ira, cruzó la habitación a toda velocidad y abrió la puerta del dormitorio de golpe, precipitándose dentro de él y cerrando la puerta tras ella.
Raùl corrió detrás de la mujer e intentó abrir la puerta. Estaba bloqueada. Miró a Josè, le gritó algo, pero él no comprendió sus palabras. Sólo miraba la puerta, mudo, inmóvil, y cuando ésta volvió a abrirse para él fue como si las correas de la camisa de fuerza se abrieran ansiosas por cerrarse sobre su cuerpo para siempre.
Laura salió de la habitación. Su paso era firme y seguro. Su sonrisa, astuta y seductora. Su mirada, demoníaca.
Avanzó con un andar gatuno hasta la puerta, recogió delicadamente el bolso que había dejado caer al entrar, y se volvió hacia los dos hombres que la miraban estupefactos. Guiñó un ojo a Raùl, que automáticamente olvidó todo lo ocurrido y se irguió como si acabara de darse cuenta de que al fin y al cabo era un mujer atractiva y disponible, y abrió la puerta para marcharse.
-Nos vemos. -Susurró como despedida.
Copyright ©: Carlos Josè Dìaz Amestoy
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