Recostado sobre su insípida cama, Miguel se sumergía en el último recuerdo que tenía de Ana. Lo embelesaba lo afectuosa que se había mostrado con él, y repasaba en su cabeza cada monólogo que la joven hacia durante los largos paseos que realizaban por el jardín. Cada historia era más hermosa e interesante cuando era evocada por su voz.
Podía recordar cada detalle de su rostro. Adoraba las diminutas pecas de su nariz, aunque en varias ocasiones se había quejado de ellas. Y si cerraba los ojos invadía todos sus sentidos con el dulce aroma de su pelo renegrido, sentía cada centímetro de ese aroma a jazmín. Para él, los ojos oscuros de Ana tenían la magia de la noche, y a veces hasta le parecía que veía en ellos temblar las estrellas, y cuando lo miraban ya no sentía tanto dolor.
Tan perdido estaba en sus pensamientos que no reparó en la llegada de la enfermera, pues era hora de su dosis diaria.
Después de la aplicación venían los minutos de intenso sufrimiento, el medicamento quemaba a su paso cada átomo de su cuerpo. El joven no podía dejar de gritar en esos minutos fatídicos. La enfermera trataba de contenerlo abrazándolo pero el ardor era insoportable. Finalmente cuando todo terminaba, secaba las lágrimas involuntarias del joven.
La enfermera se retira, dejándolo nuevamente con su soledad. Hacía ya más de una semana que se encontraba en un piso del edificio, totalmente aislado, recibiendo las visitas tortuosas de la enfermera y los lunes la visita de los especialistas. A excepción de Leonardo, un viejo conocido de sus años de escuela, a quien veía diariamente, pues se encargaba del mantenimiento del edificio.