Ángel descubre por accidente que en su oficina hay un narcotraficante haciendo negocios delante de sus narices; se decide a ir con el jefe a inculparlo y hacer justicia. “¿Pero no entiendo señor, porqué no va a hacer nada?”; el jefe grita, exhala y exclama problemas y complicaciones; Ángel no se da por vencido y va con la policía. “¡Pero como no va a hacer nada! No ve que….”, lo avientan a la avenida envuelto en insultos y resonantes advertencias; Ángel no se da por vencido y va con el presidente. Lo sacan con un ojo morado y con el labio partido; Ángel no se da por vencido y va con la prensa. Dos costillas rotas y varios dientes perdidos. Ángel después trata de convencerse de que no debe dejar de luchar porque la moral y la ética y porque en eso él cree. Llega el día en el que Ángel, sentado en su sillón, voltea a ver a su alrededor y observa que toda su casa, su ropa, su whisky, su foto de cuando fue con sus hijas a la playa… todas están barnizadas del polvo blanco con el que todos laburan. Descubre de golpe que él también depende del bastardo en su palacio de droga. De pronto siente que su saco, su chimenea y la pequeña que ahora llega de su clase de ballet lo envuelven de una terrible sensación de corrupción y decadencia. Sin embargo, se termina de una su whisky y azota el vaso en la mesa, catárticamente limpiándose de polvo la cabeza y contentándose de no tener que ir a suicidarse en protesta, mañana en la plaza.