El sol de un nuevo día invade las galerías de la casona Ferreira, Marcos e Isabel se preparan para bajar a desayunar, cuando un lúgubre grito tiñe de muerte la mañana soleada. Los jóvenes descienden presurosos por las escaleras en busca de sus padres, que siempre los esperaban en la cocina.
El cuadro es aterrador. El perro de la familia yace despellejado sobre la mesa, donde minutos antes todo estaba dispuesto para desayunar. El olor de la sangre se mezcla con el rico aroma del café y las tostadas.
Inmóvil y amenazante, al lado de la ocasional víctima, se encontraba la negra y robusta figura de un hombre, con las manos cubiertas de sangre. Los tíos de Ana estaban sencillamente aterrorizados y al entrar sus hijos todo se torna caótico.
Marcos intenta reducir al desconocido y es golpeado duramente con un palo de amasar. La misma suerte corre su padre que quiso ayudarlo. Después de dejar a ambos casi inconscientes, toma a las mujeres, que lloran histéricamente, del cuello y las tira en el suelo, junto a los vencidos.
Pide amablemente silencio, pues desea comenzar a hablar sobre el tema que lo había llevado hasta ese extremo tan violento. Pero todo es llanto y quejidos alrededor, y al no conseguir el silencio necesario, toma a la hermosa Isabel y amenaza con marcar su rostro con la hornalla, que aun está encendida. Consigue su preciado silencio, pero para evitar interrupciones mantiene a la muchacha a su lado.
En su discurso se jactó de ser un hombre amable, comprensivo y colaborador, pero total y absolutamente apasionado por la justicia, lo cual para algunos era la mayor de todas sus virtudes, pero a medida que avanzó en su explicación, les dejó claro que para ellos, esa magnífica virtud, que muchos reconocían en él, sería la peor de todas las pesadillas que puedan haber tenido en su vida, y les prometió que si no se marchaban de la casa en ese instante y desaparecían de la vida de Ana para siempre, no encontrarían lugar en la tierra para esconderse de su sanguinaria y original forma de hacer justicia. Y ante la mirada incrédula y aterrorizada de sus oyentes, arrojó el cadáver de la pobre mascota sobre sus caras.
Antes de partir se inclinó y murmuró a los oídos de Franco Ferreira, "Quiero que mires, porque esto es solo el principio", luego tomó el rostro de la joven fuertemente entre sus manos, y ante la mirada impotente de su familia, mordió lujuriosamente sus labios. Después de su acto poco grato, se marchó.
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