Lucia ama la oscuridad por que en ella puede mascullar cosas que en la luz no imaginaria proponer nunca.
Se ha levantado de la silla que le había servido de resguardo momentáneo frente a la imagen algo descompuesta de su compañero en la oscuridad compartida.
Tal vez se amaban demasiado. Lo habían comprobado un millardo de veces cuando en silencio debía inventarse los simulacros de un adiós a medias. Lucia se acerca a el y con un libreto que había memorizado de imaginarlo en las horas muertas, entonándose a si misma una canción de lluvia roja.
Las tirantas de su blusa no quedaban cómodas y se tensionaban en los hombros, dándole la apariencia de un momento de gran esfuerzo o una elipsis en donde galopaba el deseo.
Eduardo se desprecia por que había simulado ser su amigo: obviaba las largas conversaciones donde las palabras inquietas de ella le recordaban que no habría riesgo de un encuentro casual. Tal vez lo intentaron sin proponérselo cuando empezaron a mandarse recados de las maneras más insólitas: por correo de brujas, o correo electrónico, en un papel puesto en una ropa de vestir frecuente o solo en un mensaje de texto de ordenador. Pero, siempre debían terminar lo que nunca comenzaba.
Ahora los dos se encontraban juntos, solos casi desnudos. El se dirige a la penumbra buscando el interruptor de la lámpara alógena de piso, y ella busca un disco compacto que le haga entrar en calor o en un aquelarre amnésico.
Lucia se acerca a Eduardo por fin y le susurra el último argumento:
- Es el momento, es el lugar….¿que opinas?
Allí retorna la modorra presente en el cuarto parisino momentáneamente
- Es el momento, es el lugar…opino que si.
Ahora Eduardo rompe sus excusas y se lanza hacia ella con el suplicio del malecón que al fin sede…
Se inundan
Se mueven
Se secan y duermen.
Se marchan hasta que otro proponga una mentira nueva.
Tal vez se aborrecen demasiado.