1/ Día de gracia
Te sorprendemos en la Estación Central. Hoy, por fin, has decidido regresar del trabajo vistiendo tu ropa de fajina. Maravillosa idea. Una mitad de la multitud, no olvidemos que es la hora pico, se abre recelosa a tu paso. La otra mitad, fascinada, te rodea para observarte. Como sea, logras subir al vagón atestado, y nosotros contigo. Entonces, los chicos se alborotan, una anciana se persigna y un grupito de adolescentes ensaya gestos obscenos con esa, tu punta tan llamativa. Penoso el viaje suburbano, pero asomados a tu corazón, advertimos que te sientes lleno de luz, estás feliz de correr los límites.
Descendemos del tren junto a ti, entre alguna pullas y muchos aplausos, dispuestos a acompañarte hasta tu hogar. En el camino, la puta del pueblo te ve así, tan inocente y desvalido con tu extraña vestimenta, que no puede menos que conmoverse y ofrecerte la visión de sus muslos carnosos y una vellosidad desbordando su diminuta tanga.
Pero urgidos por la síntesis, retomemos el relato cuando llegas a tu casa. Escuchamos que una mujer, que presumimos es tu mujer, como un ave negra buscando carroña, te lanza “sácate eso, idiota”. Ahora sí, te sientes, y nosotros también podemos sentirlo, humillado, dolido. Te sacas lentamente la capucha del disfraz, la doblas con cuidado para no dañar el cuerno y juras que nunca más volverá a la tienda a promover Unicornio Azul, esa nueva línea de perfumes.
2/ Soy Sísifo
Algunos de ustedes conocen mi historia. Para aquellos que la ignoran, sólo basta decir que he sido condenado a empujar pastillas, por las verdes praderas del Olimpo, para toda la eternidad.
¡Oh, Zeus, rey de dioses, recuerdo esa tableta que echaste en la bebida del bello Ganímedes para sodomizarlo! Y confiesa, Afrodita, ¿no esperas ansiosa la poderosa pastilla que cierra los ojos de Hefeso y abre la puerta a tus amantes? En cuanto a ti, Ares, magnífico guerrero, nunca mencionaste los comprimidos que te daban coraje para mil combates. Hasta tú, Hermes, tan ingeniosos y versátil, escondes algunas grageas para laurearte como el mejor atleta. Y Apolo, y Atenea, y Poseidón, y tantos otros que tragan sus píldoras, esas que llevo de un lugar a otro, para convertirse en mortales por algunas horas…
Soy Sísifo. Invento historias para olvidar. Es tan pesada esta piedra.
3/ Mezcolanza
Pedalea con todas sus fuerzas, mientras cabezas y cuerpos van cayendo a diestra y siniestra. El Cruzado, erguido sobre el asiento de su bicicleta, enarbola, por fin, su espada teñida de rojo y cercena el cuello del último legionario romano que le opone resistencia. Desciende, entonces, de su mountain bike y se arrodilla ante el templo, tembloroso y emocionado: Jerusalén ha vuelto a manos cristianas. Como lo está también, piensa, el Santo Grial, exhibido exitosamente en el Tate Modern de Londres. No lejos de allí, escondido en una de las callejuelas de la ciudad saqueada, un musulmán observa con sus ojos negros y penetrantes los cadáveres de sus hermanos e imagina dos torres derrumbándose entre nubes de polvo como el gran trofeo de la guerra santa. Toda esta orgía de sangre y ruinas que pone punto final al Siglo de las Luces es captada por poderosas cámaras de acercamiento que, desde el diminuto satélite que circunvala el planeta, transmiten en directo los principales acontecimientos del día a la primera colonia terrestre en Marte.
Mientras estos hechos se suceden, el señor Wells intenta con desesperación, pero sin éxito, poner en caja y mantener bajo control su último invento, esa endemoniada máquina del tiempo.
4/ Un ojo marcado
El sol del atardecer tiñe de rojo el escenario, mientras el aullido del viento anuncia la tragedia y la incertidumbre se adueña de todos los rincones. Desde un extremo de la calle, el Tuerto avanza con paso seguro, confía en lo que tiene. En la otra punta, Sinojos olfatea el aire, escucha los pasos, estudia al enemigo sin verlo. Ambos se detienen a una distancia prudencial, presienten que el momento ha llegado.
El primero en desenfundar es el Tuerto, acostumbrado a madrugar a sus rivales: con el ojo mocho intenta clavarle la mirada a su oponente, pero sólo logra ser engañado por un artero espejismo. Sinojos sonríe: apunta con los dos globos oculares que ha sacado de la bandolera y acierta con su visión en la única retina sana de su adversario, que no tarda en morder el polvo e implorar por un rayo de luz.
Saluden, aplaudan, vitoreen: en el país de los ciegos hay un nuevo rey.
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