Me acomodo en la barra como puedo, apretado a mi izquierda por una parejita de unos 22 o 23 años y a mi derecha por un tipo rubio cuya remera de surfista, desentona con el lugar.
Son las dos de la mañana y nose que vine a buscar.
El bodegón es ahora un lugar de turistas, ávidos de escuchar tangos.
El hijo del difunto Roberto me pasa mi trago mientras me distraigo mirando los cuadros nuevos que colgaron y las mesas barnizadas.
Seis años atrás las cosas eran diferentes.
Roberto en la barra repartiendo cervezas y vinos baratos con la habilidad de un pulpo, las mesas de truco y la voz de Augusto regalando su canto que brotaba desde sus entrañas, desde las ginebras bebidas en amaneceres solitarios, desde la pobreza sufrida y el desamor bien marcado en cada surco de su cara.
Sigo en el mostrador y ahora todos se llaman al silencio.
Sale un joven de unos treinta y pico de años que canta bien y entonadamente, pero nada puede mover de mi frente la imagen incrustada de Augusto que, con sus vejez a cuestas, hipnotizaba las mesas colmadas de parias que solo entraban buscando calor en invierno y alguna que otra cerveza fiada.
Sigo en la barra y los turistas festejan cada tema entre fotos y aplausos.
Aprovecho una pausa y me acerco al cantor para pedirle una milonga especial.
Esa misma milonga que siempre le pedía a Roberto (“! El de la carreta!”, le gritaba desde la mesa en aquel entonces)
Tengo la suerte de que el joven cantor la conoce y después de dos tangos, traga saliva y comienza a cantar “Los ejes de mi carreta” de Atahualpa Yupanqui.
“Porque no engraso los ejes me llaman abandonao”
“Porque no engraso los ejes me llaman abandonao”
“Si a mi me gusta que suenen, pa que los quiero engrasar”
El tipo rubio me pregunta en un castellano precario el porque de mis lagrimas. Pago mi trago sin responder y me voy del lugar seguido por la mirada sorprendida del cantor que apenas esta por el primer estribillo.
Caminando por las calles de Almagro, algunas sombras pasan por las veredas oscuras de la calle Sarmiento. Segundos en donde creo ver al gordo Cristian o al Pilo y es cuando rodeo la plaza de Perón y Bulnes, (ahora enrejada y pintada), que creo ver las mesas de cemento brillar de cigarrillos encendidos. La plaza donde el “Loco Gustavo”, “el Colo”, “La pitusa”, “Fatiga” y unos tantos mas, pasaban sus horas y días perdiendo sueños entre vinos y drogas, con dolores anestesiados e innombrables, con enojos descargados en peleas de botellas filosas y cicatrices llevadas con orgullo.
Fantasmas de un pasado reciente del que yo me fui.
Quizás por eso yo siga vivo y ellos no.
Mientras yo los pueda recordar, cada vez que pase por la plaza o el bodegón, alguna historia tratare de dejar, escrita con marcador, sobre las mesas barnizadas del bodegón de Roberto.
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