Ana se sentía culpable por su mentira y decidió confesar la verdad. Esa misma noche habló con el viejo amigo de su padre y la sorprendió su respuesta. El también debía confesarle algo. Lo sabía todo. A pesar de estar totalmente aislado de las noticias no había podido evitar escuchar los comentarios que se hacían en su club. Ese era el único lugar al que Raúl do Santos concurría todos los miércoles antes de regresar a su casa, pues ese día se jugaba al ajedrez, que era lo único que le apasionaba.
Todos hablaban de las circunstancias misteriosas que rodeaban a la desaparición de la joven heredera y de cómo la familia de su tío gastaba escandalosamente su dinero, pues el juez lo había autorizado a administrar sus bienes hasta que cumpla la mayoría de edad.
Al enterarse de esto, supo que debía proteger más que nunca a la joven. Pues uno de los rumores hacía hincapié en el asesinato.
Ana no pudo contener su desdicha y lloró largamente en los brazos del viejo do Santos, que la cobijó tiernamente como lo hacía su padre, y hasta derramó junto a ella unas lágrimas emocionado por el sufrimiento de la muchacha y un poco también para desahogar su tristeza.
Después de varios minutos de silencio. Finalmente decidieron ir a dormir, no querían que Miguel se alarmara, pues estaba acostumbrado a recibir el saludo de su padre antes de las 23 horas que era el horario de su remedio para dormir, y eran las 23.