Raúl do Santos era un empresario acaudalado que en al cavo de quince años había sufrido dos tragedias: la muerte repentina de su esposa y la enfermedad incurable de su hijo. Aquel día que Ana recordó, el empresario volvía a su casa de campo, donde se encontraba recluido, después de llevar a su hijo a un centro experimental donde lo sometían a un nuevo tratamiento. El pobre hombre había invertido millones en la investigación, que lo ayudaría a salvar a su hijo de esa rara enfermedad que había atacado sus músculos y que hacía ya diez años que lo mantenía postrado.
Grande fue la sorpresa de do Santos cuando vio a la joven desde la ventana .Era un día lluvioso y Ana golpeaba frenéticamente las manos, detrás de las rejas.
A pesar de tener mucho dinero, el viejo no se daba grandes lujos y su casa pasaba desapercibida. Ana consiguió la dirección gracias a que esa noche que huyó de su casa estaba guardando las cosas de su padre, porque su tío decía que así sufriría menos, y en la premura su nana mezclo con la ropa, la vieja libreta de su padre. Ese fue el acontecimiento más afortunado que tuvo después de mucho tiempo.
En fin, cuando finalmente la atendieron, Ana estaba casi al borde de la hipotermia. No hizo falta que se presentara, el viejo simplemente dijo que era la viva imagen de Manuela, así se llamaba su madre.
Después de atender a la joven debidamente. La interrogó para saber cuál era el motivo de la grata e inesperada visita. Ana sintió temor y mintió. Dijo que sus padres la habían dejado en bancarrota y que había huido para que no la llevasen a un orfanato, que estaba próxima a cumplir la mayoría de edad y que necesitaba ocultarse hasta que eso sucediera.
El anciano dudó pero finalmente accedió a protegerla en nombre de la vieja amistad que lo había unido a sus padres. Además su hijo necesitaba a alguien que le hiciese compañía.
Ana entró a la vida de estos tristes hombres solitarios. Sin saber aún lo mucho que significarían en su vida. Por ahora lo único que le importaba era permanecer oculta.