Sara caminaba por los senderos del parque. Entre amaryllis, petersianas y macrophyllas de encendidos colores, paso a paso. rescataba de su mente acontecimientos que le habían incomodado en las horas de oficina. Moría la tarde de un día gris, su jornada de trabajo había concluido. Un día más; el tedio de siempre, la monotonía sin esperanza, el asedio sin escrúpulos, cartas que escribir, ponerlas en el correo, aceptar que no entregó el mensaje que sí entregó, y sólo para encubrir la irresponsabilidad del ingeniero, soportar las envidias de quienes anhelan su puesto de secretaria ejecutiva adscrita a la dirección general... en fin, un día como cualquiera.
Meditaba. Una idea daba vueltas en su mente, la repasaba; le atormentaban las insolentes pretensiones de su jefe:
--Sarita, usted sabe que mucha gente desearía estar en su puesto. No debe olvidar que cuando se ocupa un cargo ejecutivo, como lo es el suyo, hay que andar con mucho cuidado, no se puede descuidar; en ocasiones hasta se debe sacrificar algo para mantenerse, incluso se puede subir por ese camino...
--¿Sacrificar qué ingeniero? --preguntó Sara en tono retador, sin el menor sentimiento de culpa por haber interrumpido el discurso del jefe.
La firmeza de Sara había desmoronado el aplomo conque hablaba el ingeniero, quien se volvió titubeante, aunque pronto recobrara su postura de "gran señor".
--Bueno, no lo sé... tiempo tal vez... no sé: algunos principios... ¿qué sé yo? Yo sólo trato de advertirle que hay mucha gente dispuesta a todo, escúchelo bien, ¡a todo! con tal de ocupar su oficina, con tal de recibir su salario, que no es para despreciar... Usted sabrá lo que hace.
--Y yo le agradezco que se preocupe ingeniero, lo tendré muy en cuenta, pero si no tiene inconveniente, hay trabajo pendiente sobre mi escritorio...
Sara comprendía que sus palabras y su actitudes de rechazo constante darían lugar a una reacción tarde o temprano. El ingeniero no era lo que se dice un defensor de la moral y de las buenas costumbres, lo había constatado; en la oficina se comentaban las sucias artimañas que puso en juego para ser nombrado director general del grupo constructor más importante del país. Y Sara, como su secretaria, mejor que nadie sabía de los procedimientos inmorales que empleaba en el mundo de los negocios para obtener los contratos de las mejores obras del gobierno, siempre las más codiciadas por el gremio.
--Viejo imbécil --decía Sara para sí mientras regresaba a su escritorio --creer que con sus amenazas me voy a entregar a sus repugnantes intenciones, cerdo despreciable...
Pero sentía miedo, Sara necesitaba el trabajo, trabajo bien pagado, en eso no mentía el jefe. Sabía que en tiempos difíciles para la economía mundial el empleo es lo primero que se debe cuidar, y sobre todo el empleo bien remunerado.
Entre sus cavilaciones llegó al lugar de la cita con Ricardo, su novio, joven y ambicioso periodista que luchaba por llegar a destacar en el medio; siempre soñando con encontrar la noticia de ocho columnas que lo lanzará a la fama.
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Suaves, cálidas, rítmicas notas brotaban del piano --Samba en Preludio --identificó Sara; Ricardo lo ratificó. un concierto de murmullos llegaba hasta sus oídos, acompasado por un tintineo de vasos. Cuando el pianista terminó su interpretación se escucharon, con dejo de indiferencia, algunos aplausos que no fueron suficientes para interrumpir las conversaciones. El ambiente estaba cargado de humo, densa niebla que irritaba los ojos; decenas de cigarrillos contribuían a enrarecer el aire. La luz era tenue. El pianista volvió a su instrumento luego de beber un par de tragos e intercambiar palabras con algunos comensales. Brotaron nuevos acordes...
--Chiquitita --Dijo Ricardo para ganar la delantera en cuanto escuchó las primeras notas.
--Fallaste --Se apresuró a corregir Sara --Bueno, a medias, pero fallaste; es cierto, la mayor parte de la gente lo conoce como Chiquitita, pero su verdadero nombre es Voy a Conquistarte.
--Eso no cuenta --reclamó Ricardo mientras encendía un cigarrillo --Eso lo sabrás tú y no sé quién más, pero la generalidad lo conoce como Chiquitita.
--El juego es adivinar el título de las melodías, no cómo las conoce la generalidad, recuérdalo, de manera que debes aceptarlo, te equivocaste.
Moviendo la cabeza en señal de desaprobación, pero encogiendo los hombros para denotar resignación, Ricardo se dirigió a un mesero:
--Sirve otra ronda, otra vez van a mi cuenta...
--Para la señorita Ruso Blanco, el señor JB en las rocas... ¿correcto?
--Cierto; manda a la cigarrera --añadió Ricardo.
--Enseguida, señor
En cuanto se retiró el camarero, Sara se dirigió a Ricardo con cierta seriedad en su tono:
--Suponiendo, sólo suponiendo, que de pronto tuvieras en tus manos la noticia que tanto has querido encontrar, una noticia que cimbrara al país y trascendiera incluso en el extranjero ¿qué harías?
Extrañado por el repentino cambio de tono y la implicación de la pregunta, Ricardo meditó unos instantes para responder con intención de evadir una respuesta directa.
--Supongo que confirmaría algunos datos, tal vez investigaría a fondo...
--No, no, no, ya está todo confirmado, tienes las pruebas en la mano ¿te atreverías a publicarla?
Ricardo se sintió acosado y guardó silencio por un instante. Sara insistió, pero le dio un giro a su pregunta.
--¿Redactarías y entregarías la noticia? Recuerda, provocaría la caída de muchos hombres encumbrados en la política, ricos empresarios podrían parar en la cárcel ¿tu periódico la aceptaría?
Ante tales advertencias Ricardo hubiera dudado para responder, pero de pronto infirió que Sara sabía algo, de manera que aparentó firmeza, quería, por lo menos, llegar al fondo del asunto.
--Seguro que lo publicaría, y si mi periódico la rechazara iría a otro, siempre hay alguno que se rige por la ética y defiende los valores. Pero ¿a qué viene todo esto?
--A nada, de pronto se me ocurrió; eso es todo.
--Tú sabes algo Sara, ya lo dejaste ver, ahora no trates de esconderlo...
El camarero llegó con las bebidas, al mismo tiempo, la cigarrera se acercó a Ricardo con su peculiar caja de mercancía y una falda que no ocultaba un par de gruesas piernas. En ese momento volvieron a percibir risas lejanas, el murmullo de la gente y el sonido del piano, sonidos que de pronto habían pasado a un plano imperceptible. Sara aprovechó el las circunstancias para dar un nuevo giro.
--Tomemos estas copas y nos vamos, te agradecería que me llevaras temprano a casa, realmente ha sido un día muy pesado; estuve cargada de trabajo en la oficina.
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Transcurrieron ocho días. Ricardo tenía prácticamente olvidada aquella conversación en el bar. Los primeros días trató de retomar el punto, pero Sara siempre respondió en tono despreocupado --Olvida eso, si sólo fue una tonta ocurrencia que tuve. Fue eso y no hay más. --Así que él se resignó a no saber más.
Aquella tarde salían del bar que frecuentaban, sólo que esta vez habían brindado por un feliz cumpleaños. Ricardo llegaba a los 30 y de esa manera lo celebraron. Pero para sorpresa de Ricardo, Sara hizo una sugerencia, tan sorpresiva por inusual en ella.
--Amor, qué te parece si, por esta ocasión tan especial, en lugar de que me lleves a mi casa... me llevas a... a un hotel.
Tras una primera reacción por aquellas titubeantes últimas palabras, palabras que lo dejaron atónito, puesto que Sara siempre había sostenido que su primera relación sexual la tendría en su noche de bodas, Ricardo detuvo el auto y miró a su novia, quien mostraba picardía en el rostro, como la de aquellos pequeños, quienes habiéndose terminado la caja de galletas pronuncian un "yo no fui" con las moronas delatoras alrededor de las boquitas.
--¿Podrías repetirlo? --dijo Ricardo --Es que tengo miedo de equivocarme, quizá las copas me hicieron escuchar de más.
--Sólo quiero darte tu regalo de cumpleaños...
--¡Vaya! pues desde este momento te aseguro, amor, que me darás el mejor regalo que haya recibido en toda mi vida.
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Tras haber cerrado la puerta de la habitación, luego de correr el seguro de la puerta, Ricardo alcanzó a Sara, quien miraba curiosa al través de la ventana, con mucha discreción se asomaba por una rendija abierta entre el encortinado. Tomó su breve cintura y la besó suavemente en el cuello, esto provocó en ella lujurioso estremecimiento. Unieron sus labios; fue un beso largo, apenas pisando la frontera entre lo cariñoso, lo inocente, y el deseo sin control. Así habían sido todos los besos que ella había permitido hasta ese momento de su relación. Sara se separó y fue hacia la cama; respiró profundo para oxigenar su cerebro.
--¿Miramos un poco de TV? --sugirió cuando ya encendía el aparato, se sentó apenas en la orilla del amplio y firme colchón cubierto por grueso edredón de color guinda.
--¿Y por qué no me das mi regalo de una vez? --interrogó Ricardo entre bromista y serio; estaba ansioso, ya quería poseer aquello que tanto había esperado.
--No debes ser tan ansioso --respondió Sara --deja que todo llegue a su tiempo... Espera un poco y siéntate aquí, junto a mí; va a comenzar una de mis películas favoritas, ven, me encantaría verla contigo.
Si Ricardo había quedado atónito cuando escuchó la sugerente propuesta de visitar un hotel, ahora el joven periodista se sintió más que perplejo; la nueva invitación le cayó verdaderamente como un baño de agua fría. --¿Una jocosa pesadilla tal vez? --pensó, pero como sentíase convencido de estar despierto, se dirigió a Sara.
--Amor, no es que yo quiera presionarte, pero... ¿sabes que existen los cines; por qué no me pediste que te llevara al cine? Créeme, me habría encantado la idea, pero...
Sara no lo dejó continuar.
--Pero es que, aquí alguien está confundido, señor calentura, y no soy yo, por lo tanto aclaremos las cosas. Eso que estás pensando te lo daré sólo después de prometer ante el altar que te amaré y te respetaré todos los días de mi vida...
--¿Pues no entiendo... de qué se trata todo esto; acaso te burlas de mí?
--Se trata únicamente de lo que te dije, necesitaba privacidad para darte tu regalo de cumpleaños, eso es todo.
--Dirás que soy un estúpido, pero sigo sin entender.
Sara alargó el brazo y alcanzó su bolso, del que extrajo un grueso paquete de hojas escritas a máquina y, al parecer, ciertos documentos foliados.
--Perdonarás que no lo envolví, que no lleve un moño, pero tenía prisa por entregarlo.
Ricardo alcanzaba para ese momento un grado de estupefacción nunca antes experimentado. Así que, rascándose la cabeza preguntó.
--¿Tenías que traerme aquí para darme esto?
--Ya lo entenderás cuando mires de qué se trata; comprenderás que necesitaba toda la discreción posible, y esta me pareció la mejor manera de obtenerla, después de todo ¿quién puede pensar mal de un hombre y de una mujer que se aman cuando se les mira entrando a un hotel?
Así que Ricardo se resignó a sentarse y a revisar el legajo que constituia su regalo mientras Sara veía Castillos de Hielo.
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Cuando Ricardo terminó de revisar, de leer y volver a leer; luego de relacionar documentos y meditar sobre cada uno, la protagonista de la película se aprestaba para reaparecer, invidente, en las pistas de hielo. Ricardo se dirigió a Sara.
--¿Tienes idea de lo que significa todo esto? --dijo mientras señalaba los papeles dispersos sobre la cama.
--Sin duda, aunque corresponde a los expertos hacer un análisis más profundo y determinar sus verdaderos alcances.
--Pero esto sería el desmoronamiento de un régimen embarrado por escandalosa corrupción, publicar esto es como destapar una cloaca retacada de mierda, en la que muchos se han enriquecido hasta el tope con dinero mal habido; definitivamente, no es posible medir las consecuencias en este momento.
--Es lo que siempre has buscado como periodista ¿no es así?
--Sin duda ¿qué periodista no sueña con tener esto en sus manos? pero se trata de algo muy peligroso. Y estoy pensando en que tú serías la primera persona en correr peligro; imagino que sería muy sencillo determinar quién destapó todo esto.
--Eso lo sé muy bien. Lo pensé antes, esta mañana he renunciado a mi trabajo. Por lo menos no quiero estar presente cuando tu periódico lo publique y llegue a manos de mi jefe. Ya veremos después, consultaremos a un abogado, ya sabremos lo que convenga.
--No es tan fácil; comprende que esto va más allá de toda cuestión jurídica. Aquí las reacciones serían terriblemente violentas, ni siquiera tendría caso contar con un abogado.
--Y bien... ¿qué sugieres?
--Mira, podríamos desaparecer todo esto y olvidar el asunto, pero ahora ni así estaríamos seguros. No lo sé... --Ricardo se sumió en sus pensamientos, en su mente revoloteaban muchas ideas; Sara lo notó asustado, por eso, esperaba con el alma en un hilo. Para ella no se trataba sólo del alcance de los documentos, sino que estaba en juego mucho más.
Luego de un tiempo, Ricardo retomó la palabra
--Mira, por ahora vamos a guardar todo esto. Voy a consultar con mi director, claro, sin revelar exactamente de lo que se trata. Seguro que él sabrá lo que conviene, y si dice adelante, escribe la historia, la escribo y que todo sea para bien.
Antes de salir de la habitación, Ricardo tomó la precaución de guardar el legajo en su cintura, bajo la camisa, la que además iba cubierta por el saco. Sentía que le quemaban esos documentos y quería volver pronto a su periódico.
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En su nueva vida de mujer desempleada, Sara ocupaba la mayor parte del día en mirar la televisión. Por recomendación de su novio había dejado su cómodo departamento y se acomodó con una vieja amiga. Veía los noticieros de cada una de las televisoras, todos los días compraba el diario con la esperanza de ver publicadas las revelaciones que había proporcionado a su novio, pero nada, ni una palabra, la vida seguía su curso normal. Ya habían transcurrido cuatro días y no tenía contacto con Ricardo, quien le pidió tiempo para atender ese asunto. El acuerdo era que por su seguridad no lo buscara, que él se comunicaría por teléfono móvil cuanto hubiera algo. Sara comenzaba a sentirse atemorizada. Durante horas meditaba; una noche despertó bañada en sudor; en sus sueños había visto a Ricardo, lo torturaban terriblemente, lo veía soportar la tortura sin revelar el nombre de quien le entregó el legajo maldito. Comenzaba a sentirse arrepentida. Cuando revisaba las páginas del diario sin encontrar nada sobre el escándalo de corrupción pensaba en lo peor, pero le consolaba encontrar otras noticias redactadas por Ricardo, asuntos cotidianos, declaraciones de rutina de algún funcionario menor, historias generalmente incluidas en las páginas interiores, algunas sólo eran rellenos de página, lo cual parecía "su especialidad". --Entonces todo está bien --se decía, y se consolaba mientras seguía esperando.
Al sexto día tomó el teléfono, no podía seguir esperando sin tener noticias; trató de localizar a Ricardo en el diario, pero al enterarse que tenía dos días que no se presentaba a trabajar su angustia fue mayor, alcanzó niveles de desesperación.
El séptimo día regresaba de comprar los diarios, al cerrar la puerta del departamento, Sara sintió un empellón; un pie se interpuso entre el marco y la hoja de la puerta. Gritó asustada, pero unas manos tan grandes como toscas apretaron su boca al tiempo que sentía terrible golpe en la cabeza. Cayó al suelo; brutal impacto en sus costillas la hizo desvanecerse, pero su instinto de conservación la ayudó a mantenerse despierta. Intentó reconocer a su atacante, sin embargo, era incapaz de fijar la mirada, sentía que la sacudían como si fuera un hilacho; serían dos, quizá tres, infirió. Un agudo dolor en su pecho ocupó su atención. Escuchaba voces lejanas, voces alteradas, distorsionadas por extraño eco en medio de la confusión. Luego, oscuridad, dificultad para respirar...
Enredada en una cobija, Sara era llevada a cuestas por los pasillos del edificio de departamentos. Una mujer observó la escena y asustada gritó a su marido, quien salió a la brevedad. El cañón de una pistola frente a sus ojos lo hizo regresar al interior de su departamento de manera atropellada.
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Al noveno día, en la zona comercial de la ciudad se detuvo un Cadillac negro, cristales polarizados, interrumpió su marcha sólo lo suficiente para que bajara un hombre impecablemente vestido; traje azul marino, corbata guinda, zapatos relucientes. Era Ricardo, quien cargaba fino portafolios de piel de cocodrilo. En cuanto estuvo en tierra comenzó a caminar; el auto se alejó, se pudo apreciar la silueta de dos hombres en el asiento posterior. Cuando llegó a la esquina, frente a un kiosco de periódicos llamaron su atención los encabezados de los diarios. Sacó unas monedas y pidió El Imparcial. Sin dejar de caminar fijó su mirada en una noticia destacada en la primera plana: "Encuentran el cadáver de joven mujer a la vera de un camino". Ricardo se estremeció, abrazó el portafolios, dejó el periódico en un bote de basura y siguió su camino.
Cancún, México.
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