Espalda y taco apoyado en la pared. Aliento a tequilas apurados en los bares de Rosarito. La musculosa que te marca los pectorales, y esos jeans ajustados y reveladores. Decenas de ojos golosos te miden la entrepierna. Porque, Toni, estatua de sal en la Sodoma trasnochada, ¿qué otra cosa tienes para ofrecer en esta calle sucia y ruidosa, bajo las luciérnagas de neón? Te alquilas para penetrar orificios. Anos, vaginas, bocas, qué más da. Un gringo del norte, una damita caliente. Sólo cuerpos que posees sin ganas y algunas monedas que te arrojan con desden.
Pero hoy, Toni, un ángel te ha llevado de la mano al hotelucho de costumbre. Efebo y ninfa. Centauro y sirena. Te ha volado la cabeza. Y cuando te ofrece esas nalgas inmaculadamente blancas, perfectamente curvas, esplendorosamente carnales, el deseo se atropella y te traga un mar de fluidos y de sangre. Con el último estremecimiento del orgasmo, te desplomas, exhausto, desnudo, desesperado. Miras con los ojos bien abiertos mientras se viste, se coloca la capa. Ruegas, justo tú, quien podría imaginarlo, que no se vaya. Pides hacerlo una vez más, así, en pelo.
No, querido, es suficiente, te dice, y sonríe con cierta dulzura.
Y ya te he dejado la paga en tus venas, susurra con su voz de otro mundo.
Parpadeas, bajas la cabeza. Entiendes, ¿verdad, Toni?
La noche es calurosa, como siempre. Pero sientes frío en el alma, como nunca.
|