Cuando llegué a mi casa, esa tarde, varias hojas secas se arracimaban en la puerta. Entré y al rato salí con escoba y pala para limpiar ese frontis. De pronto, cuando ya me disponía a barrer indiscriminadamente todo ese reguero, sentí una vocecilla suave, casi moribunda. Era algo que se transmitía directamente en mi mente y aún así, creí escuchar el tintineo de unas palabras.
–No-, parecía decir la voz aquella, -no nos despidas de este modo, no limpies la acera sin escribir primero un epitafio, unas simples palabras que dignifiquen nuestra desaparición.
Eran las hojas mustias, quienes, trenzadas entre sí, parecían murmurarme en coro esta ingente petición.

Perplejo, no podía ser de otro modo, me dije a mi mismo, más que dirigirme a aquel conjunto de hojas resecas:
-¿Y por qué acudirían a mí? ¿Qué asunto tiene todo esto?
Y las hojas, respondieron en coro:
-Sabemos que le has escrito a los perros, a los gatos, a las hormigas, a los loros, e incluso, a un hibisco crucificado. Por lo tanto, te rogamos que nos brindes unas palabritas que le den un sentido a nuestra extinción. Sólo eso.

Respiré profundo, dejé los utensilios a un lado y con una varita cualquiera, tracé en la tierra suelta, estas palabras:

Dignas sois de ser recordadas
no por acudir a mí,
no por ser hojas mustias
seréis recordadas,
sino, por haber latido en aquel árbol,
por ser las hermanas del viento,
y el venero de los gorriones,
en vuestros dedos anidó el pajarillo,
en vuestras palmas brillaron los días,
ahora, regresan a la tierra,
serán una vez más sustancia,
serán savia, serán otra vez vida,
y regresarán ufanas,
la próxima primavera.

Terminadas estas palabras, una brisa piadosa arrió a todas esas hojas y las elevó cual sutiles pajarillos. Antes de desaparecer en lontananza, juraría que escuché un “gracias” que se engarfió en mis oídos, y sentí que todo cobraba un sentido inusitado, algo muy parecido a una reencarnación, que siempre había dado vueltas en mi cabeza…