Son casi las dos de la mañana. El auto, un Fiat 125, aparca como si hubiera llegado arrastrándose. Hay dos hombres. La tristeza de los focos que combaten la noche brumosa parece más mala que el hedor del río o que los cascos de barcos viejos olvidados a la intemperie siempre fea y sucia del arrabal. Dos hombres en la parte delantera. Uno de ellos, sentado al volante, ríe fuerte, pero la risa se pierde en el aire espeso; el otro hace un movimiento repentino, brusco, saca el matafuego de abajo. Hay un certero golpe del tubo metálico rojo a la mandíbula del chofer que al instante queda inconsciente. El acompañante se quita con dificultad el cinturón de seguridad y surge en el paraje borroso de la calle al tiempo que se agacha en el adoquinado como si algo le doliera en la entrepierna. La puerta queda abierta, él se incorpora. El matafuego queda en el suelo y rueda a los saltitos por los adoquines debido a la pendiente. La silueta va hacia la parte trasera del auto y se apoya de espaldas como quien pretende dar un empujón valiéndose de la fuerza de piernas y usando el culo a modo de área de presión. El automóvil se mueve y avanza perezoso, por inercia, pero acelerando muerto y cuesta abajo en dirección a las aguas negras unos diez metros. Ahora el hombre está sentado en los adoquines mojados de rocío que relumbran bajo el efecto de las luces de mercurio. El auto cae al río.
Alguien, a unos cincuenta metros, ha visto la secuencia y se retira del lugar sin ser notado.
—Está hecho, Don Manuel. Parece que nuestro hombre es frío y preciso. Un profesional.
El señor de bigote, vestido de indumentaria costosa pero con mal gusto, suelta el periódico sobre el escritorio y mira fijamente a su interlocutor.
—Mirameló, al Osvaldo, quién lo habría dicho, che. ¿Y nadie lo ayudó?
—Aparentemente, no. De casualidad los crucé anoche, muy tarde, y los seguí hasta el río.
—¿Había alguien por ahí?
—A esa hora… No, ni los perros. Actuó con profesionalismo. Sin ruidos. Sin testigos. No me explico dónde habrá aprendido.
—Dos trabajos en cuatro días no es moco de pavo, Álvarez. Pensé que no lo haría, viste, parecían amigos. La guita hace cualquier cosa.
—Hay algo que me sorprende, Don Manuel. Le mandé el mensaje de texto a eso de la medianoche y me lo crucé dos horas después. Esto quiere decir que pensó muy rápido, ¿no le parece? Muy rápido.
—Hay que tenerlo contento, Álvarez. Es el hombre que necesitamos, sin dudas.
En los suburbios todos saben del judío y del gallego. El primero anda en manejos ocultos con las transferencias de jugadores de fútbol de los dos clubes importantes. El gallego también está ligado a los negocios que promueven el fútbol y su entorno bajo, necesitado y fanático. La familia del fútbol. El bar Águila está en una zona fabril. Por las tardes suele llenarse de obreros de los talleres y de las fábricas. Todos saben beber y son expertos en fútbol. Acaba de llegar el Petunia, quien se acerca a la mesa donde está sentado el Tosca.
—¡Hey! Petunia, ¿qué andás haciendo por acá?
—Qué hacés, Tosquita. Hoy te voy a invitar yo. Tengo que contarte algo muy importante. Creo que voy a ganar una buena moneda, loco, ya. Ya te lo digo.
El Tosca es un hombre grueso, una mole que mide casi dos metros y tiene el aspecto de un gorila bonachón. Alguien le puso el apodo para hacerse el gracioso, pero así quedó. El Petunia, en cambio, es más bien flaco, bajito y con modales afeminados. Algunos dicen que es un pervertido que gusta de los niños. Desde hace unos cuantos meses trabaja para El Gallego. Verborrágico, de ademanes exagerados y fumador empedernido, el Petunia arranca la conversación pidiendo una botella de ginebra, luego saca el peine que siempre lleva en el bolsillo trasero del jean y se lo pasa en el pelo crecido, seboso y manchado de canas que queda como una lengua dispuesta de derecha a izquierda sobre la frente amplia y sudorosa.
—Ahora trabajo de asesino, Tosca; para el gallego. Cagáte de risa. La guita que voy a hacer.
—¡Asesino, vos…!
—Dale, pelotudo, dale, gritá más fuerte así se entera mi vieja y de paso la yuta. No, si vos sos un flor de boludo, Tosca.
—No me jodás, querido. El gallego es un hijo de mil putas. Me debe como cinco lucas y, por mí, ojalá que se muera de sífili.
La Teresa, de unos sesenta años que aparenta ochenta, alcanza a la mesa una botella de ginebra “Llave” a medio nivel, dos vasos y un sifón de soda “La ideal”; Tiene un delantal blanco manchado y percudido que huele a algo así como lo rancio de un queso, tuco y frituras. Toma el cenicero de la mesa, anda unos cinco metros hacia la puerta de entrada, vacía el contenido al aire caliente de la vereda, vuelve y lo deposita en su lugar de origen. Los hombres guardan silencio mientras tanto.
—Eh, Tere, mirá que está por la mitad esto. Ojito con lo que me cobrás. —Dice el Tosca a la mujer, quien apenas responde con una mirada de soslayo.
—…El otro día boletié al judío, che, Tosca, qué me decís.
—Que si eso es cierto yo soy Maradona, boludo, andá a lavarte el orto al Riachuelo y no me vengás con estupideces.
—Vos no me creás, gil, pero va en serio, ¿vistes? —El Petunia está agazapado sobre la mesa, frota espasmódicamente un zapato contra el otro, tiene el cigarrillo en una mano y el vaso de ginebra en la otra. Habla bajito y mira de reojo; un tipo cuidadoso. El grandote no le cree una palabra.
—Vos sos mi amigo, Tosca, vos me tenés que creer y además tengo una guita que vamos a invertir juntos en algún negocio. No seás desagradecido. Son unas cuantas luquitas limpias, organizá, lo que cualquier perejil de acá gana en tres mil años.
—¿Vos me estás diciendo que mataste al judío y te pagó mucha guita el gallego mentiroso y amarrete? No me jodás. Vos estás colino. Vos no podés matar una mosca.
—No grités, carajo. No grités. Te digo que trabajo para el gallego y eso me deja buena moneda y respeto, loco.
El Petunia mete la mano en el bolsillo de la camisa, una leñadora vieja que lleva bien abierta mostrando el pecho colorado surcado por una cadena de bisutería barata y una cruz grosera, saca tres billetes de los más grandes y se los pasa al otro con disimulo.
—Te debía unas chirolas, Tosca. Acá tenés unos mangos más. A cuenta.
El grandote toma el dinero, lo estudia y lo lleva al bolsillo. Tiene mirada de asombro, gesto que intenta ocultar poniendo atención hacia otra parte del bar como elaborando algún argumento.
—Mirá, Petu, qué vivo que sos. ¿Quién no trabajó para ese gallego mugroso en el barrio, eh? Pero dejá de joder. Vos no podés decirme que hiciste cagar al judío, todo por el otro mafioso de plástico. Dejá de joder, loco. Con la calavera no se jode, ¿me entendiste?
—No seás maricón, Tosca. Un judío de mierda, ¿a quién le puede importar el judío de mierda? No es de dios. Los judíos no son de dios, Tosca, no me jodás. Son como esos gitanos… ¿te acordás cuando el loco Rueda atropelló un gitano? Salió libre. Salió libre porque hizo patria. Cagáte de risa.
—No fue en cana porque probaron que fue un accidente. No seás pelotudo, Petu; un accidente.
—Bueno, da lo mismo. Ahora te voy a ser sincero, yo lo hice recagar al judío, pero no digás nada… matarlo, lo que se dice matarlo, no. No lo maté. Fijáte.
—Mirá, va a haber una cómo se dice; una. Sí, una convención de pelotudos este año y a vos te van a dar el Oscar al pelotudo del siglo, Petunia…
El chiquito se pone cada minuto más contento. Es consciente de que lo que está contando no es apto para cualquiera, mas sabe que el amigo, el Tosca, es de toda la vida y por ende está seguro de que no va a defraudarlo. Sabe, no obstante, que el Tosca tiene fobia a su jefe, es decir al gallego, porque hace unas semanas hubo entre ellos un entredicho algo violento en el que, obviamente, quedó mal parado su compañero, mientras que su jefe había omitido pagarle por unos servicios. La mano de obra, en la zona, suele ser barata y las deudas, en cambio, suelen ser grandes.
—No, tosquita, escuchá. Hay veces que uno tiene suerte, ¿vistes? Pero suerte, lo que se dice suerte. Eso me pasó, que tuve un orto de no creer, porque yo tenía que ir a cobrarle al judío una deuda grandota que tenía con mi jefe, sí. Le debía una guita al gallego, el judío asqueroso, cuándo no, y justito, che, justito que estoy en lo del gallego llama un fulano y escucho que aquél le dice que va a ver de contratar a un quía para ajusticiar al judío. Vos fijáte la palabrota que usó el gallego, “ajusticiar”. Me da miedo esa palabra y se dio la puta casualidad de que tuve que ir al rato a lo del moishe.
—No me gusta el gallego —interrumpe el Tosca moviéndose en la silla como un oso encerrado— siempre está cagando a todo cristo. Siempre está con la hinchada de Racin en el estacionamiento del clu estorcionando a la gilada, sabélo, la verdá. Porque los giles le pagan… a mí en un momento me vino bien, me entendistes, pero después no me cabió ese hijo de puta cagador. No, no me doy con su manera de ser…
—Mirá qué novedad, che; ya todos saben que vos y el gallego no se pueden ver. Pero sos mi amigo, loco, sos mi amigo y te tengo respeto. Yo te juno de así de chiquito, sabé, te lo juro, Tosquito, por la vieja, y escuchá lo que me pasó.
Petunia prende otro pucho y se llena el vaso mitad con ginebra, mitad con soda. Las luces del bar empiezan a afirmarse en el ambiente gracias al anochecer caluroso y húmedo. La niebla del río inicia su ronda desde el bajo hasta las casas altas y la villa. Todavía hay pibes corriendo por las vías muertas y los camioneros toman mate en la penumbra. La Teresa barre el piso, pasa nuevamente por la mesa y repite la operación de vaciar el cenicero.
—Llego a lo del judío y toco el timbre. Lo veo al gordo Heredia, ese hijo de puta del bingo, lo tenés, que salía de la casa de al lado. Yo no sé si el gordo no labura para el judío, mirá, y lo saludé como haciéndome el malo. No sé. No me gusta ese gordo cara de culo y menos si anda con el ruso miserable. Hasta esto salió bien. Bueno. Me abre el viejo choto, rasposo, feo, amargo. Vistes, y me dice que que si yo vengo de parte de Manuel. No, claro, mirá vos, si voy a venir de tu puta madre… eso pensé en decirle, que venía de parte de su puta madre. Pero no. Lo miré mal, porque a esta gente hay que mirarla mal. Ahora debe estarse en el infierno meando bencina, el culiado. Había un ñato, no sé, un covani o un patovica, qué sé yo; el viejo le dijo que se vaya, que fuera a buscar algo… lo echó flit, vistes, se lo sacó de arriba. La cosa es que quedamos él y yo en la pocilga de escritorio con olor a gato muerto…
—Dale, ahora me decís que el guardaespaldas te dejó solo para que lo hagás boleta al judío…
—Esperá. No sé. La cosa fue que estaba con mucha guita. No. No estaba. Tenía una caja abierta, pero la guita era justo la que me iba a dar. Diez lucas arregló con el gallego. Diez lucas ahora y otras diez en tres meses. Mirá qué ventajero el moishe estafador. Tres meses, con la guita que tiene…
El grandote está concentrado en el relato del Petunia, tanto, que no se ha percatado de la cantidad de bebida que tiene encima. En el bar algunos rezagados piden algo para comer. La Teresa ofrece fideos con tuco o sánguches de milanesa con tomate. Unos paraguayos juegan barajas en un rincón. Es de noche. Petunia vuelve a pasarse el peine ayudado por la mano oscura y húmeda como un calamar muerto.
—¿Pero tenía mucha guita o no tenía, Petunia?
—Vos no me entendistes. Tenía el canuto de mucha guita atrás del escritorio, eso, una caja fuerte; después me di cuenta. Y cuando agarró la tarasca para ponerla en un sobre y dármela le vi algo raro en la caripela. Lo primero que pensé es que no es de dios. Los judíos y los gitanos no son de dios, y me asusté un poco… peligroso de mierda…
—¿Y el guardaespaldas, Petunia? ¿No apareció?
—Ni un pedo de fantasma, Tosquera, o sí. El judío parecía un fantasma y dejó caer la guita sobre la mesa. Ahí entendí que estaba jodido. Me acordé de mi abuelo que murió ahorcado por un fideo de los largos que se le enredó en la carótida, algo así contaba la abuela, pobre vieja. Me dije “yo de acá me las tomo”, pero fue que se me prendió la lamparita. La idea. Cuando el viejo, desaforado pero mudo, me hizo seña de que agarre el teléfono. Se quedaba duro como un sorete de oso polar, me captastes, duro y blanco se quedaba y yo cacé el tubo y marqué cualquier verdura. No me importaba. Me atendió qué sé yo, una vieja y empecé a los gritos de que una ambulancia, una ambulancia, pero no decía adónde mierda y el viejo se puso como nervioso, hasta se oyó un pedo, y le agarró la pataleta y quedó seco ahí nomás. Yo creo que en la boca le entraba el culo de la Tere, mirála, con el delantal y todo.
—Jodéme, Petunia… Un patatús.
—Como lo oís. Agarré toda la tarasca y justito que me piraba pude ver de refilón la caja de seguridá que estaba abierta y que había un montón de billete y papeleta.
—Y cazaste todo, ¿no cierto, Petu?
—Clarete. Agarré hasta el aire de la cajita, metí todo en el sobre y me di el piro.
—Mirá vos.
—Pará, Tosca, pará. Atenti que esto no es todo. Resulta que me fui para la casa, vistes, no terminaba más de contar el billete, se me liaba tanto que agarré un diego, diez lucas, que era mucho menos de la mitá de lo que tenía de efeté y no sé qué son los pelpas pitucos ensellados que vinieron de yapa. Fui a lo del gaita y le dije que maté al judío porque se amotinó y no me quería dar la plata. Mirá qué facilón.
—Me estás caminando, boludo, me estás jodiendo…
—No. El Manolo casi se come el toscano que fumaba. Empezó a empreguntarme de todo y le mandé una de los ninfas, niyas, esos japoneses todos de negro... vi algunas películas.
—Y vos decís que te creyó.
—Vaciló. Ya sabés cómo son de vacilones estos cosos. Le hice el verso de que no le quise pegar tan fuerte, que sacó una matraca y que le di con un diccionario en la sabiola y cuando quedó turulato le hice la de los piñazos en el pecho.
—¿Los piñazos?
—Ves. No ves las películas. Uno que dice que si te dan unos piñones secos en el pecho al tercero cagás fuego. Kil Bil se llama el filme. Quedó impresionado, el gallego, y me tiró un adelanto que a mí me importaba muy poco porque ya te digo la de billete verde que hay en casa. Verde, Tosco, verde botella gringa y vamos Petunia todavía. Por el respeto.
El Tosca ha quedado en silencio. Bebe de un sorbo la ginebra y reprime un eructo. Sus ojos están en la ventana abierta que trae el olor a podrido del Riachuelo tan familiar. Hay algo en la perorata del amigo que no puede digerir del todo bien. Está lo bastante ebrio como para emocionarse y tomar partido como si su participación en el supuesto asesinato fuera un hecho consumado y promotor de su futuro en sociedad con el Petunia que, después de todo, ahora resulta ser un buen tipo y para nada afeminado.
—No entiendo una cosa, Petunia, ¿por qué no le dijiste la verdá al gaita, eh?
—Vos comiste desodorante en barra, Tosca, no podés… Te dije que me vio el gordo, que me vio el guardaespalda. ¿Cómo explico que yo no lo maté al judío? ¿A ver? ¿Vos te pensás que los perejiles del judío no me van a querer hacer estornudar el ojete? No tenés cabeza, Tosca; no te carbura.
—Y si llamabas a la ambulancia, agarrabas la mosqueta y te rajabas cayetano…
—No me jodás. Ya pasó. El gallego va a arreglar la cosa con los del judío. Se va a hacer el otario y va a decir que él tiene asesino privado. Algo así, y me va a poner en un derpa con mucama y todo.
—Como en las películas.
—Clarolina. Usté lo ha dicho. Pero yo me voy a rajar a Tucumán en un par de meses, y usté va a venir conmigo. Usté, mi socio. Carajo. Y mire lo que hago. Mire, ¿ve esto? —El Petunia tiene un celular en la mano izquierda y hace un gesto exagerado con el índice de la diestra, gesto de pulsar un botón— Lo apago. Lo apago, ya está, porque ahora mismo estoy en una reunión de negocios con mi socio, carajo, con usté, Tosqueta, y no quiero que interrumpan. Vamos a tomar otra ginebrita y podemos ir viendo de comer alguna cosita.
Cuando los hombres abandonan el bar la calle está desierta y en silencio. Tras ellos Teresa baja la persiana metálica, hay una especie de saludo cordial ininteligible. Es muy tarde y la visibilidad no es buena. El Tosca tiene el auto estacionado enfrente y hasta allí caminan a los tumbos, con el tranco típico de los que han bebido demasiado.
—Menos mal que tenés el autito, Tosquetín. Ya vas a ver la nave que nos vamos a comprar, y vamos a tirar al río este espantomóvil que es una carreta. Te lo dice tu socio y amigo, carajo, y soy de Racin, porque tenemo’ aguante.
—Dale, pongamonó el cinturón, che, que no se ve un carajo en este barrio. Mirá.
El vehículo avanza unas cuadras por las calles angostas. Los hombres van callados. Petunia se tuerce en su lugar y saca el peine, repite la operación de acomodarse el pelo, pero esta vez se da tirones involuntarios y se fastidia consigo mismo. Ahora busca los cigarrillos en los bolsillos. El otro se da cuenta de que ha tomado por una calle equivocada porque están cerca de la costa del Riachuelo donde la neblina desarrolla su espesura.
—Mirá adónde me trajiste, loco, sos del Rojo, che, no hay vuelta; se van a la B este año, fija, no los salva ni el presidente a ustedes… Amargos.
—Uy, sí. Me equivoqué, Petu, este río apestoso. Esperá que me fije bien y volvemos. Qué mamúa tengo…
—No se apure, socio. La serenísima. No se apure que ya que estamos podemos fumar un cigarro, yo le invito, Tosca.
Un chiste mal entendido o tal vez una conmovedora comunión secreta. El Tosca, acaso vencido por la traición de la ginebra apaga el motor y espera su cigarrillo como un niño. El acompañante enciende dos cigarrillos que tiene tomados delicadamente con los dedos de la izquierda, con el cuidado torpe del que siente la curda irreparable y obra en consecuencia; el otro ha puesto el piloto automático a la mecánica entregada de sus emociones opacadas y en lugar de tomar el suyo con los dedos pone los labios resecos, pastosos. Hay un roce y una aprensión inconsciente, animal, obtusa. Labios contra dedos de calamar muerto, barba de unos días, dura, contra palma tibia, mugrienta y una sacudida de otra dimensión acaso etílica y —¿qué te pasa? ¿Eras un reputazo degenerado de enserio?— y es el Petunia que responde con la vergüenza representada en un cachetazo tímido, suave, que hace que los cigarrillos en cuestión vayan a parar al piso del vehículo para perderse. Entonces el Tosca lanza una carcajada inmoral como para salir del momento, simplemente unos segundos de un simulacro de una cordura que en seguida se transforma en la paranoia del borracho que —Boludo, me vas a prender fuego el coche, mirá lo que hacés—
Petunia intenta encontrar los cigarrillos encendidos. Ambos creen que hay olor a quemado y el Tosca está especialmente preocupado por la integridad de su auto.
—Agarrá el matafuego, Osvaldo, no seás boludo, que me vas a hacer mierda el tapizado.
—Serenidá, socio, serenidá, ¿dónde está el matafuego?
Los movimientos son tardos, las cabezas se chocan en la búsqueda del instrumento salvador. El solo hecho de haber escuchado su nombre impone al Petunia una atención más solemne. Hacía rato que nadie lo llamaba por su nombre. Se agacha para tantear el matafuego bajo el asiento. El Tosca, aprisionado por el cinturón de seguridad, sigue el movimiento con una inclinación de su enorme torso.
—Lo encontré, Tosquería, pero está enganchado en algún lado.
—Dale, dale que se me quema la alfombra, infelí…
—Qué te parió. No sale.
Entonces el tirón da su fruto malo; el envión muscular hace que el matafuego dé en el mentón del Tosca. El gigante acusa el golpazo y queda desvanecido en el asiento, sujetado por el cinturón. El Petunia intenta infructuosamente accionar el dispositivo y cuando comprueba que no sirve desciende del automóvil con la intención de fijarse de dónde sale el humo teórico y apagar el supuesto foco que lo produce.
—Che, Tosca, no pasa naranja con el tapizado. Vení afuera que está fresquito, dale. Dale que no te voy a tocar.
No hay respuesta. Petunia va hacia la parte posterior del Fiat y se apoya en el baúl. Saca el peine del bolsillo trasero del pantalón y lo pasa por la cabellera. Saca el paquete de cigarrillos de la camisa leñadora, enciende uno y resopla de cara al cielo. Un mareo sobreviene repentino y las estrellas comienzan a desvanecérsele. El automóvil, impulsado por el peso del hombre apoyado, comienza a desplazarse. —Oiga, socio, venga para acá. Mire qué linda noche tenemos…
De repente el Petunia pierde el apoyo y queda sentado en el adoquinado. —¡Tosca, carajo…! ¿Qué hacés? ¡¿Dónde te metiste?!
El auto cae al río.
Petunia abre los ojos.
—Dale, loco. Vamonó a la mierda. No seás piscuí, Tosca, fue una joda. Fue sin querer, che.
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