-¡Ya llega, ya llega la loca Antoneta, ya llega!- entonces, alborotábamos el parque con nuestros gritos de alegría al verla llegar. Justo cuando ya nos estábamos aburriendo de jugar al trompo o a las bolitas, aparecía ella con su estampa estrafalaria.
Desde pocos meses atrás, nunca nos fallaba por las tardes. Siempre venía con los cabellos parados, vestida de un montón de harapos, el rostro mugriento, los pies descalzos con unas uñazas amarillentas y cargando un costal que cuidaba como si llevara oro. ¿Qué habría dentro de él?
De todos los juegos, la loca Antoneta era nuestro juego favorito. Vieran cómo nos divertíamos con ella. Le dábamos la bienvenida arrojándole las cosas que sacábamos de la basura de nuestras casas: cáscaras de plátanos, pepas de mango, tarros de leche vacías, troncos de choclo, huesos de pollo, tomate podrido y hasta hacíamos barro para tirarle en la cara. Y cómo nos matábamos de la risa cuando ella, enojadísima, nos correteaba por todo el parque sin poder atraparnos. La pobre era tan lenta...
Al rato, cuando la veíamos agitada de tanto correr, la dejábamos sentarse en alguna banca para acercarnos cara a cara e insultarla: loca fea, loca cochina, vieja loca, loca esqueleto, loca Antoneta cara de maceta. Ella, furiosa, nos hacía papilla con una mirada llena de rabia que nos clavaba a todos.
Le pusimos Antoneta, porque según Renato -uno de nuestra collera-, se parecía a una tía suya llamada así.
Nos moríamos de la curiosidad por saber qué era lo que guardaba en ese costal que llevaba a las espaldas. Las pocas veces que habíamos intentado quitárselo, se ponía bravísima. Vieran la cara horripilante que mostraba y los rugidos de león que daba. ¡Qué miedo! Sin embargo, estábamos contentos de que existieran locas como la loca Antoneta para que le pongan emoción a la vida.
Pero un día no se salvó la loca. Una tarde decidimos quitarle el costal a la fuerza. La amenazaríamos con unos palos gruesos y largos para que nos lo entregara. Y pobre de ella que se resistiera. Los palazos que recibiría hasta que soltara el costal.
Al llegar al parque, buscó ansiosa una banca para descansar. Entonces, después que se sentó, la rodeamos silenciosamente. Ella se levantó asustada, en actitud defensiva, girando a su alrededor con cuidado.
-Loca Antoneta, dános tu costal o te molemos a palos- amenazó Hernán, con un palo en alto.
Ella, lejos de darnos el costal, lo abrazó con fuerza, dando el primer rugido de la tarde.
-Por última vez te lo advertimos, suelta el costal- exigió Vladir, moviendo su palo amenazador de un lado para otro.
La loca Antoneta se puso en guardia, mostrándonos un puño desafiante.
-Tú te lo buscaste- dijo Melchor y pegó un palazo en el hombro de la loca, quien lanzó un largo quejido de dolor. Rugió por segunda vez, aferrándose al costal.
Abel no tardó en darle palazos en las piernas. Y Tobías, en la barriga; y Demetrio, en la cintura; y Faustino, en los pies. Le llovió palazos por todas partes. Pero ella resistía con fiereza. Valiente, la loca. No se rendía por nada. Defendía su costal como si defendiera a su propia madre. Otra, ya hubiera soltado el costal con tanto castigo.
Nos mostró el otro puño.
A mi me pareció que los muchachos, o tenían mala puntería o estaban con pena de darle donde debería pegársele: en la cabeza. Yo no me hice bolas. Apunté bien un rato... y ¡puggg!... mi palo pegó a la altura del cerebro. ¡Listo! La loca se derrumbó desmayada sobre el pasto húmedo.
-¡Bravo! ¡Bravo!- celebramos todos.
¡Al fin teníamos en nuestras manos al ansiado costal! Sin perder tiempo, lo desatamos de inmediato. ¿Qué guardaría?, ¡qué emoción nos embargaba!
Entonces, Gilberto metió la mano inquieta en el costal y empezó a sacar varias cosas: un pañal, un chupón, un babero, unos zapatitos blancos, un roponcito celeste y una gorrita de lana amarilla. Pero, ¿qué era todo éso? Presentíamos que algo andaba mal.
Por último, Gilberto sacó una foto pequeña y viejita. Curiosos, nos acercamos para verla. Era una mujer joven, sonriente, cargando a un bebé en sus brazos... ¡Oh, no!, ¡¿qué habíamos hecho?! Todos nos quedamos mudos. Sentí que la piel se me helaba. Disimuladamente, nos miramos las caras largas.
-Creo que es la loca Antoneta con su bebito- comentó Gilberto, cabizbajo, rompiendo nuestro silencio.
La loca Antoneta despertó y miró, sorprendida, sus cosas regadas en el pasto. Le quitó la foto a Gilberto y lloró, lloró tanto...
-Mi bebito- balbuceó, con los ojos flotando en lágrimas mansas.
¡Qué desgracia! ¡Qué salvajes que fuimos! Bajé la cabeza. Me sentí raro, triste. Los demás muchachos también bajaron sus cabezas, igualmente tristes. ¡Vaya!, allí comprendí que era cierto éso de que por más malos que seamos siempre guardamos algún sentimiento bueno. Era verdad, porque algo mojaba mi nariz y mis labios: mis primeras lágrimas de tristeza. El resto también lloró. ¡Vaya!, nosotros que nos creíamos los más malos de la Tierra y que nada nos haría llorar. ¡Qué tontos que éramos!
De veras, cuántas cosas quisimos decirle a la loca Antoneta para que nos perdonara. Pero, ¿bastaría con disculparnos con las palabras más cariñosas para que olvidara todo lo malo que le hicimos?
Entonces, Victorio, con su voz apesadumbrada, empezó a hablar por todos.
-Perdónenos, señora, perdónenos, fuimos unos malvados con usted. Si hiciéramos algo para que nos perdonara... ¿No le gustaría vivir con nosotros? Mi familia tiene una casa grande, con muchos cuartos. Mamá se pondría contenta de recibirla. A ella le gusta ayudar a la gente pobre. Le daríamos un cuarto amplio y muy cómodo, con un baño precioso. Pero, vamos señora, deje de llorar. Vamos, que usted ya debe tener hambre, ¿verdad?, nosotros también. Le prepararemos un pollo horneado con arroz graneadito, o tallarines verdes con un churrasco dorado encima, o pescadito frito con abundante ensalada. Lo que usted guste, mamá le preparará encantada. ¡Ahh!, y le regalaremos zapatos nuevos y bonita ropa. Lucirá linda. Y también mi hermana le podría enseñar a tejer divinos manteles de mesa para que usted los venda en los mercados y gane sus pesitos. Pero vamos que se hace noche... ¡Ahhhhhh!, y mañana mismo usted nos lleva al cementerio donde descansa su hijito, ¿ya?, para llevarle las flores más hermosas ....
Pero la loca Antoneta no quería saber nada de nada. Metió sus cosas en el costal y, con sus pasos cansados, fue perdiéndose por la sendero oscuro que conducía a su lejana covacha, y nunca más supimos de ella.
Recuerdo que a lo lejos, la vimos peleando, dando puñetazos a las gotas de lluvia que bañaban a las moscas muertas que yacían sobre su cabezota trinchuda.
|