Me levante muy temprano, serian alrededor de las 6 de la mañana, como cada día tenia que prepararlo todo minuciosamente. Pintar mi rostro con rasgos blancos de un mimo, desenredar las cuerdas de mis viejas marionetas, elegir una ropa con grandes remiendos, una banqueta de playa y una gran sonrisa contagiosa para arrancar una carcajada a una gente que olvido la alegría.
Me encamine a la primera boca de metro que encontré y me introduje en ella perdiéndome, ocultándome bajo una gran masa de asfalto, entrando en un mundo perdido.
Todo un mundo de pasadizos embarazosos para gente con perjuicios, por la gran multitud de colores diferentes, religiones, formas de vestir, de hablar, de caminar.
Tras unos minutos llegue a un andén, ennegrecido con olor a humedad,
Pero bien iluminado, estaba rodeado de una multitud que aprovecha un tiempo de espera, una pausa momentánea en su ajetreo diario, para leer un periódico, un libro o simplemente los carteles publicitarios.
Ya dentro del vagón no tuve que sujetarme a unos pasamanos fríos, era imposible desplazarse por los envites de la vía ya que el espacio era inexistente, el roce con los semejantes era continuo e imposibles de evitar.
Un sonido una voz repetitiva, ampliamente conocida, anuncia por megafonía la proximidad de mi estación “plaza Cataluña” de repente un frenazo brusco con el que se mueven las cabezas de tantos viajeros en un vasto gesto de despido inexistente, de un adiós sin hasta luego.
Por fin bajo de aquel vagón cargado con mi maleta repleta de fabulas, de cuentos, de chistes, de adivinanzas, y en un rincón mi caja de recuerdos; la más preciada para mí; donde guardo sentimientos robados a caminantes, sonrisas, carcajadas, sofocos, magia, admiración, destellos, todo ello clasificados por momentos y lugares.
Ya diviso la luz del día a lo alto de la escalera cuya salida da justo a una gran plaza plagada de representantes de libertad, arboles a cuyos pies se extiende un manto verde donde reposan los cansados viajeros o lectores arduos de devorar aquello capas de evadirles momentáneamente del mundo real introduciéndolos en uno de ficción, en un amor idílico, o un lugar paradisiaco creado por letras y frases.
Me dirijo al semáforo que da paso verde a los peatones cortando un tráfico denso y ruidoso de una calle ancha que rodea la plaza sin tener final, paso por delante de multitud de animales de metal rugientes expectantes a que alguien o algo les de paso libre hacia su próximo redil.
Salvo, estoy salvo, ante mi un largo paseo delimitado en sus extremos por unos árboles centenarios, donde el ir y venir de gentes se hace notar, “las ramblas” lugar antiguo de reunión de gente y lugar obligado para cualquier visitante hoy día.
Sin más tiempo que perder, planto mi silla tocante a una farola de fundición, reposando mi maleta en su lona para poder extraer de ella un violín de aspecto espartano para dar principio a una función dependiente de un público andante y nómada, tras unas notas celtas convertidas en melodía para atraer a visitantes y residentes doy paso a mi relato con ayuda de mis compañeras marionetas:
De la Dama y su escudero.
|