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El martes amaneció fresco y neblinoso. La Piba Rusa estaba tendida en el sofá de vieja tapicería rosa que tenía por lecho, apoyado contra la pared del lado del urinario, en la única habitación del burdel donde no se escuchaban los sonidos quejumbrosos y animales de las rameras y el rechinar alarmante de los muelles de las viejas camas. Tenía doce años y estaba bien desarrollada para su edad; las curvas de sus caderas y de sus senos se tensaban ya bajo la ropa, que le iba viniendo pequeña y que en determinadas regiones estaba tan vieja y sucia, que no se conocía su adorno primitivo.
Tenía la Piba Rusa el cabello rubio y atado en abultado moño por encima de su cuello. También sus ojos eran claros y redondos como platos; y su boca ancha y con grandes cantidades de carmín estaba formada por unos labios carnosos y por una dentadura color de hueso pelado. Su piel era blanca y granulosa, su nariz ganchuda, su barbilla larga y los lóbulos de sus orejas curvados hacia afuera.
Después de las nueve encendió un cigarrillo y se enderezó. Empujó la puerta, la cerró tras sí y siguió por un amplio pasillo de paredes color mostaza y puertas agujereadas con bala o comidas por la polilla en el cual no había luz. Sólo brillaba una bombilla al fondo, encima de una puerta que en otros tiempos fuera marrón.
Siguió trabajando con la idea de que algún día ahorraría lo suficiente para comprarse una Barbie Moda Magic Dance. La voz destemplada de una muchacha de aspecto negruzco la sacó de su abstracción.
-Piba.
La Piba Rusa vaciló girando en su lugar.
-¡Piba! –repitió la morena, que llevaba un saquito de sastre pese a estar en calzón.
-Sí –moduló la niña, avara en palabras.
La morena hizo una ligera mueca con la boca y preguntó:
-¿Quieres ganarte unos pesos?
La Piba Rusa asintió con la cabeza y dio un pequeño respingo, porque se le empezaba a insinuar uno de esos catarros de invierno.
Eran las nueve y pico cuando las dos muchachas entraron a una habitación que no había sido barrida por lo menos en un mes. Un hombre de avanzada edad se hallaba recostado en el respaldo de una silla, dándole chupadas a su cigarrillo. Era don Eulogio, el boletero del burdel.
-¿Listo, maestro? –le preguntó la morena, amoscada.
El septuagenario tiró el cigarrillo al suelo y se rascó con la uña del índice el borde de la barbilla.
-¿Cuánto me va a costar la gracia? –preguntó el anciano con sequedad.
-Quince mil –contestó la morena.
-Diez mil... –propuso don Eulogio.
-Hecho –dijo la morena con inesperada prontitud.
-Pero sin chupada –advirtió la niña.
-Ni por el culo –agregó la morena, por si las moscas.
-No se me para de todos modos –dijo el viejo con acento tranquilo, como si con ello no quedase defraudado en su propia opinión.
-Procura no pensar en ello y se te parará –comentó la morena con animación y buen humor.
-¿Tú crees? –suspiró don Eulogio, buscando consuelo con la mirada en la Piba Rusa.
-Sí, maestro –contestó la niña, sin darle importancia.
-Haber si es verdad tanta belleza –dijo don Eulogio, brillándole los ojos de alegría.
El anciano se levantó y se acercó a la Piba Rusa, y desnudándola del todo y rápidamente la hizo echarse en el centro de la cama.
La morena, que estaba liberándose del calzón por los pies, sintió náuseas, su estómago vacío le daba vueltas; ladeó la cabeza como una gata en señal de fastidio, sin poder pensar más que una cosa: «¡Qué asco!»
A la memoria de la morena acudió, como un rayo devastador, el recuerdo de aquella mañana con su abuelo. Sentía sobre el cuerpo la corpulencia de su abuelo, que la aplastaba. Volvió a escuchar su voz aguardentosa, se le reprodujo el asco que experimentó al despertar, cuando ya todo había terminado, y sintió la carne de gallina en los brazos.
Su mano se crispó sobre la bacinica que horas antes le había servido para hacer pis.
-¡Cerdo! –gritó ahogándose, mientras don Eulogio se acomodaba entre la V de las ingles de la Piba Rusa.
Entonces la morena, con la velocidad de un relámpago, blandió la bacinica de aluminio y descargó un golpe en la cabeza del anciano, que se hizo mierda.
La Piba Rusa, bañada en sangre y orina, se puso en pie de un salto y quedó echando chispas.
-¡Negra cojuda! –gruñó la niña, enjugándose la nariz-. ¿Y ahora quién paga?
La morena quedó lela.

Bruselas, 1990

Texto agregado el 30-01-2009, y leído por 288 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
30-01-2009 jaja, buenisimo Minickesnick
 
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