Dulces sueños
Recorrió un pasillo eterno, llegó a un salón. Allí estaba, sentado en una mesa, como de costumbre, al lado de la ventana. A su lado había alguien extraño. Sería la señora Eugenia, la pobre no tiene con quién hablar, creen que está enferma, que no sabe lo que dice. Se acercó a la mesa donde le esperaban y comenzó a hablar:
- ¿Te puedo contar un secreto?
- Sí, claro.
- Ayer le volví a ver.
- No digas tonterías.
- De verdad, créeme.
- Ya está bien, quítate eso de la cabeza.
- No puedo. ¡No quiero!. Es que es verdad, le vi. Estaba allí abajo, en el jardín, sentado. Estaba esperándome. ¿Cómo sabe que estoy aquí?.
- Por favor, déjalo ya.
- ¿No me crees? Mira, me dio esto.
Sacó del bolsillo un papel. Era un resguardo de un billete de avión. Enseguida, lo volvió a guardar, mirando hacia todos lados impulsivamente, como quien posee un diamante y teme que se lo roben.
- ¿Pero de quién es el billete?
- Es de él. Él me lo dio.
- Ya, claro. Y, a ver, enséñamelo de nuevo, no pude verlo bien. ¿De dónde salió el avión?
- Eso qué más da. No te importa. Sólo me importa a mí. El caso es que ya está aquí.
- ¿Y hablaste con él? ¿Te dijo algo?
- No, sólo lo vi.
- Ya, ya. Bueno, deja ya eso. Vas a hacer que me enfade contigo. Cada vez que vengo me cuentas la misma historia. Hoy es un billete de avión, la semana pasada fue una piedra extraña, la otra una postal sin escribir,... ¿Y la próxima vez? ¿Un mechón de pelo? ¿Una pulsera? ¿Un souvenir? ¿Un Partenón en miniatura con la inscripción “ Greece is cool”? Por favor...
- No me crees. Nadie me cree. Por eso estoy aquí, sola.
- No estás sola. Yo estoy contigo.
- Ya. Pero antes, cuando le echaba de menos lloraba de tristeza. Ahora, cuando le echo de menos lloro de impotencia, porque sé que está aquí y no me ve, no me oye. Y me siento sola.
- Bueno, cambiemos de tema. ¿Cómo has pasado la semana?
- Pues me cambiaron de habitación. A mi compañera le dio por decir que nos iba a matar, y a mí la primera. Ya ves tú, y le toman en serio.
- Bueno, ¿estás mejor con esas pastillas? ....


Pasó una semana y nadie fue a verla. Desde el balcón ella miraba cada día, sonreía, lloraba, se entristecía. A veces golpeaba el balcón, gritaba, pero nadie le hacía caso.
Otras veces se sentaba en un sillón y se miraba al espejo: “Vaya, el tiempo no perdona”, solía decir.
Así pasó casi tres años. Ya no se asomaba a la ventana, ya no lloraba. Pero tampoco reía ya. Nadie fue a verla en todo ese tiempo. De vez en cuando decía para sí: “¿Ves qué sola estoy?, ¿Ves que no miento?”, y se recostaba en su cama mirando el techo.
Un otoño, hace más de diez años, un hombre fue a buscarla. Entró en su habitación, le saludó, le abrazó y le besó en la mejilla. Ella recordó el sabor salado y dulce de las lágrimas cuando son de alegría. Volvió a sentir que latía su corazón, que, al sonreír, los ojos brillan, que la esperanza, con los años, se pierde, pero en un segundo, de repente, se recupera.
- ¿Por qué has estado tanto tiempo sin venir?
- Estuve viajando. Esta situación pudo conmigo.
- Ya, lo entiendo. Yo ya estoy bien.
- Lo sé, por eso vengo a por ti.
- Lo sé, por eso estoy llorando.
Recogieron sus cosas y se marcharon. Llegaron a casa.
- ¿Sabes que hace tiempo que no le veo?
- Mejor.
- Sí. Prefiero verle y abrazarle. No resistiría verle otra vez tan cerca... y tan lejos.
Ella se acostó. Al rato, él entró en la habitación, vio que estaba dormida y sonrió. Le acarició una mejilla, le apagó la luz y se despidió: “Buenas noches, Penélope, dulces sueños”.