CARMELA
En un pueblo costero llamado Sabanillas vivía Carmela, una mujer sin nada aparentemente especial para hacerla diferente a las demás hembras de aquel lugar. Sin embargo, era una especie de matrona, ella decidía en los asuntos importantes de la población donde los hombres extrañamente habían terminado por aceptar su liderazgo. Si algo debía hacerse o no, lo determinaba Carmela imponiendo a ratos una odiosa tiranía.
Los pobladores de Sabanillas vivían en una aparente felicidad, convivían apegados a sus usos y costumbres sin contravenir abiertamente las leyes civiles nacionales. Los preceptos religiosos eran para aquellos seres tema de poca importancia, pues sus asuntos con Dios los trataban directamente a través de sus conciencias y libre albedrío. Por ello el cura asignado por la diócesis católica a ese sitio terminó plegándose a las decisiones de Carmela casi desde el momento mismo de su llegada. Recién instalado, el sacerdote trató de imponer a su nueva feligresía la construcción de una iglesia pues en Sabanillas no había una. La oposición de los pobladores fue contundente, no estaban dispuestos a trabajar para un Dios incapaz de manifestar sus deseos o necesidades por sí mismo. Necesitaba de la intervención del cura. Les pareció de risa el intermediario, ese hombre enclenque, de sonrisa bonachona pegada a sus pómulos salientes como con engrudo, siempre vestido de negro como un cuervo o zopilote y quien los miraba de una manera directa, deseando traspasarles la carne y los huesos para llegar hasta la carroña de sus almas y hartarse con ella.
Carmela intervino en la disputa entre el párroco y los pobladores. Habló con el padre Toribio —así se llamaba— y Simplicio Salinas, autoridad comunal y representante ejidal del gobierno. El cura expuso sus razones, dijo que en el poblado necesitaban un lugar, una casa del Señor celestial para reunirse bajo su dirección y elevaran oraciones para ser perdonados porque estaban viviendo casi en la barbarie, fuera de las normas morales y religiosas dispuestas por Dios todopoderoso para todos sus hijos. Satanás estaba reinando en ese lugar, aseguró. Las muertes violentas y asesinatos eran frecuentes en el poblado, todas las parejas vivían en pecado, pues ninguna de ellas habían recibido el sacramento del matrimonio y los hijos de esas uniones pecaminosas no alcanzarían el reino celestial porque no estaban bautizados ante la santa iglesia.
Luego habló Simplicio, a pesar de ser un hombre de pocas palabras, la mohína por las afirmaciones del cura lo dotó de una verborrea desconocida para Carmela.
—Mire curita, no le digo padrecito, pues sólo a mi tata merecedor de mi cariño y respeto lo nombro así—.
—En primer lugar en este pueblo no ha habido ningún asesinato en muchos años. Muertes violentas sí y muy seguido, porque aquí los hombres resolvemos las rencillas, los odios, hasta los amoríos con machete en mano—
—Nos matamos de frente, cara a cara, en delante de todos, nada de andarse escondiendo puñal en mano para atacar a traición como en otros lugares dizque están bajo el manto de su santa iglesia y de la gracia de Dios—
—En este pueblo señor curita, el único asesinato fue hace doce años cuando aplacamos a machetazos la maldita enfermedad de la rabia a Macario Castañón, y eso porque el pobre hombre enloquecido, echando espuma por la boca rompió las cuerdas que lo tenían amarrado al árbol mayor de la plaza donde lo dejamos después de traerlo del pueblo grande más cercano—
—De allá nos regresaron, dijeron no tener vacuna ni medicamentos para curarlo y no podíamos dejarlo ahí porque estaban pintando y remodelando el hospital—.
—¡Si curita de la chingada!, fue una muerte violenta, un asesinato, pero no había de otra. Aquel medio día al ver a Macario entre los calores de la canícula revolcarse en el polvo, con la porquería de baba escurriéndole y la sangre salir a borbotones por los tajos provocados por los machetazos de sus familiares, amigos y vecinos, también yo pensé en el diablo, lo sentí entre nosotros, pero no estaba ni el diablo ni su Dios, pues éste no se apiadó de Macario. Sólo estaban la necesidad de evitar males mayores—.
Simplicio guardó silencio unos segundos conteniendo sus palabras, finalmente sacó de entre los recuerdos más dolorosos guardados en su memoria y le dijo al cura:
–Mire señor representante de Dios, aquel mediodía cuando murió Macario, derramé lágrimas por única vez, no lloré ni cuando mi pobre madrecita se fue quedando quieta, dejándose llevar por la cochina calaca quien no perdona a nadie—. Siguió diciendo ahora iracundo:
—Ese día, cuando lo de Macario, levanté la vista al cielo buscando alguna señal divina, sólo miré entre los rayos del sol, la cara cuajada en lágrimas del Esteban, el hermano menor de Macario—, —Vi su mano descender y en ella su machete tinto en sangre y luego se me erizó el cuerpo cuando se escuchó el lúgubre sonido al encajase en el cuerpo moribundo de su hermano. ¡No me venga con la pendejada de Dios y el Diablo!, cuando menos al demonio creí verlo entre las lágrimas derramadas aquel día—.
La experiencia adquirida participando en tantos alegatos y disputas entre la gente del pueblo y lo delicado del momento obligaron a Carmela a intervenir, dijo autoritaria: —Espérate Simplicio, déjame decirle algo al cura Toribio.
—Mira hermano, te digo hermano porque eres hijo de estas tierras de dónde venimos todos. No eres nadie especial, como quieres creerlo o te lo han hecho creer. Ni usando esa ropa amujerada o amenazando con castigos divinos te harán mejor a cualquiera de aquí— Tomó un trago de agua fresca de la tinaja, siempre dispuesta para ser disfrutada y dejando el jarro a un lado siguió hablando:
—Dices, quejándote como parturienta que en Sabanillas nadie se ha matrimoniado. Tienes razón, porque en este lugar hasta ahora no ha sido necesario—.
—Aquí, si a un hombre le gusta una mujer en edad de parir, primero se lo dice a ella, por ser la principal interesada. La chamaca o la mujer según la edad, le dirá con toda franqueza si algún hombre “ya se la llevó al río”, tú me entiendes, ¿verdad Toribio?—
La mujerona sonrió con picardía y dijo en seguida: —Ah, se me olvidaba, ustedes poco saben de eso porque no lo practican, sólo lo conocen por los libros. Bueno, cada quien es pendejo a su manera— y soltó una grosera carcajada.
Al cura se le subieron todos los colores a la cara y se revolvió inquieto en la silla donde estaba sentado, mientras Simplicio enseñaba con una risita de complicidad toda su dentadura, parecía, por las piezas dentales faltantes, una mazorca de maíz mordisqueada por los marranos.
Cuando volvió en calma, Carmela siguió hablando: —Como te iba diciendo Toribio, cuando el hombre y la mujer están de acuerdo, se lo comunican a los tatas si ella es chamaca, entonces en algún domingo después de la vendimia en la plaza, los padres de ella y él hacen el anuncio a la gente, fulanito y menganita se van a poner a vivir juntos. Si hay querella de parte de alguien, ese es el momento para decirla. Si es hombre el agraviado tendrá el privilegio de lavar la afrenta machete en mano. Si es mujer ofendida con esa unión, el hombre no deberá poner su “cosa” entre las piernas de la chamaca hasta aclarar el asunto y los padres de las mujeres juntos, anuncien no haber problema con el maridaje y éste se puede dar—
—Nosotros no sabemos ni necesitamos de ningún sacramento para hacer una familia—. Siguió diciendo la mujer:
—Porque en este pueblo los hombres son buenos para andarle al surco y en el uso del machete, para seguir la yunta como se sigue una esperanza, con el mezcal en la mano y la ignorancia detrás.
—Y nuestras mujeres señor don cura, son prietas, lozanas, nobles, paridoras y llenas de vida—.
—Ellas para querer a sus hombres no necesitan de agüita bendita ni de permisos santificados. Cuando empiezan a despuntar como flores silvestres entre el zarzal, saben con quién y cómo abrir y cerrar las piernas, son igual a entes devoradoras de hombres a quienes quieren de verdad, les roban la voluntad, los estrujan, los hacen bizquear de lujuria, los exprimen, los succionan. ¡Como plantas carnívoras los devoran a pedazos! y luego pasado algunos meses expulsan su sustancia convertida en criaturas que buscarán a través de los ríos de sangre contenidos en sus cuerpos un origen común con el de sus ancestros enmarañados entre los recuerdos congénitos—.
—En este pueblo— siguió diciendo la Carmela, —Nos basta con la palabra del hombre y la sinceridad de la mujer. Para qué tanta ceremonia si van a terminar en lo mismo, revolcándose para hacer chamacos—.
Carmela volvió a reír a carcajadas haciendo aspavientos como si quisiera ahuyentar una parvada de palomas de su alrededor. El sacerdote intentó balbucear algún argumento razonable, pero la voz impositiva de la mujer se lo impidió. —Ahora recuerdo, dijo mirando a Simplicio quien se rascaba la cabeza, no para aplacar los piojos, sino para contener con ese movimiento involuntario el enojo contenido en su pecho.
—Hace ya muchos años hubo en este pueblo un gran alborotó en donde la mayoría de la gente participó. En una noche de tormenta llegó una pareja de algún lugar perdido en el mundo, más allá del mar y de las montañas—.
—Eran Guillermo “Memo” Gonzáles y Facunda Samaniego. Cuando el sol se abrió paso entre las nubes y las puertas del cielo cerraron sus compuertas y dejó de caer el agua. En un domingo tristón, invitador a tomarse un aguardiente, el Memo y Facunda, pidieron permiso para quedarse a vivir entre nosotros—
—Enseñaron con orgullo un papel certificando haberse casado en alguna parroquia de un lejano lugar, se habían casado bajo las leyes de la santa iglesia católica. El papel era lo de menos, lo importante para la gente fue su voluntad de formar una familia entre nosotros—
—Pasaron los años, llegaron los hijos para alegrarles la vida y ayudarlos a trabajar las tierritas para cultivo, regalo de bienvenida de la comunidad para esa familia. Pero con el tiempo y el ajetreo de todos los días los quereres entre ellos se fueron alejando. Los del hombre, a lomos de los sopores del mezcal y los de ella poco a poco fueron quedando atrapados entre los sonrisas y guiños enviados por Felipe Pacheco a escondidas del marido—.
—Cuentan, porque yo no lo vi, que cerca del lugar donde vivía la pareja, a diario se escuchaban canciones de amor entonadas en la oscuridad de la noche, como el canto de la cigarra quien va anunciando la lluvia o la muerte—.
—Antes de caer en un arrebato de lujuria, Facunda confesó la verdad al marido, ¡ya no lo quería!—
—El hombre, continuó su historia Carmela, prisionero del vicio, la única prisión con las puertas abiertas, ya no dijo ni hizo nada por reconquistarla, se abandonó a la bebida hasta convertirse en un guiñapo. Felipe y Facunda entraron en tratos y cuando aquel domingo primaveral anunciaron en la plaza su deseo de vivir juntos, una voz aguardentosa se escuchó en el lugar. Era el “Memo”, apenas sosteniéndose en pie y todo meado, antes de desmayarse por la bebida ingerida y la falta de alimento en varios días, alcanzó a decir:
— “Estamos casados por la ley de Dios”—.
—Entonces se armó el alboroto, unos estaban de acuerdo en el concubinato—
—Otros, nada más por fastidiar se oponían por el papel mostrado con tanto orgullo por la pareja cuando llegaron al pueblo—.
—Felipe era un hombre muy porfiado, con el papelito entre su ropa fue en busca de la anulación de ese compromiso. En la diócesis de la gran ciudad lo obligaron a iniciar un juicio para anular el sacramento del matrimonio. El trámite llevaría algunos años y la resolución la darían en un país lejano de nombre Vaticano, en donde según le dijeron, vivía el representante mayor de Dios—.
—Aquel pobre hombre ya ni regresó a Sabanillas ni volvimos a saber de él, mucho menos cómo terminó el asunto del papel matrimonial. La Facunda lloró inconsolable hasta terminar andrajosa entre los breñales con una tea en mano, chamuscando las cigarras que por las noches le recordaban con su canto, su amor nunca consumado—
Carmela hizo una pausa, luego concluyó en forma lapidaria:
—Aquí entre nosotros sus sacramentos valen madres, ¡Pinche curita!—
La discusión entre la mujer y los dos hombres se prolongó hasta la madrugada. Al amanecer habían llegado a un acuerdo. El padre Toribio no acosaría con amenazas a las parejas para casarse ante la iglesia, podría sugerírselo y si se llegaba a exceder y era acusado por alguien, el ofendido podría machete en mano pedirle cuentas. Tampoco le permitieron vestir sotana fuera de la iglesia. Le asignaron una buena porción de terreno en un pequeño altiplano cercano al poblado, desde donde se veía la inmensidad del mar. Hombres y mujeres del lugar se turnarían en los trabajos de edificación de la iglesia, pero sólo por solidaridad y como muestra de buen vecino, sin pensar en recompensas celestiales ni castigo divino para quienes no ayudaran. Nada de andar pidiendo limosnas, pues se vería muy indecente al representante de Dios anduviera limosneando, como si estuviera tullido— o fuera impotente interrumpió Simplicio … —Para el trabajo, completó socarrona la Carmela.
También quedó estrictamente prohibido hacer un camino para llegar a la iglesia, porque dijo la mujerona que si había pocos o muchos deseosos de escuchar la palabra de Dios, al menos hicieran camino con su peregrinar. Nada de repiques de campanas, si Toribio necesitaba compañía en sus rezos y mojigaterías, mínimo, se tomara el trabajo de ir de puerta en puerta haciendo la invitación a la gente.
Al amanecer, cuando el cielo empezaba a clarear los dos hombres se despidieron de Carmela y sin darse la mano, cada cual se fue por caminos distintos. Mientras la matrona al quedarse sola, encendió el fogón y se dispuso a preparar café. Luego entre sorbo y sorbo fumaba sonriente, agregó un chorro de mezcal a la humeante bebida y se dirigió a una habitación siempre cerrada mientras los hombres estuvieron con ella. De un viejo baúl sacó una cornamenta de macho cabrío atada a un crucifijo negro como la noche. Un cordón umbilical servía como atadura a los dos simbólicos objetos. La mujer alzó el envoltorio sobre su cabeza y en medio de carcajadas gritó a los cuatro vientos su mensaje:
—¡Nada es de Dios ni del diablo! Lo bueno y lo malo de la gente se trae desde el nacimiento. Luego, la vida se encargará de perfeccionar lo uno o lo otro. ¡Esta es la única verdad!
Jesús Octavio Contreras Severiano.
Sagitarion. |