Hogar
La luz roza una gota en el vidrio, desgranando los colores, no se deja tocar desde aquí, afuera comenzaba a llover bajo el azul. Sobre el pupitre permanecía abierto el cuaderno, Ernesto palpa el blanco del papel, una posesión que lo es sólo de sus dedos, absorto en el lienzo punteado que le ofrece la ventana. Abandonándose, va permitiendo que la cabeza le venza hasta descansar la cara sobre el dorso de sus manos mirando el diminuto calidoscopio, anhela despierto algún sueño que se le pareciera a este y cierra los ojos.
Era la tercera advertencia, el jefe de estudios había amenazado con llamar a sus padres, las notas no podían continuar así, como sus ausencias, por esta vez consiguió evitarlo suplicando y prometiendo aplicarse en estas recuperaciones.
A la salida de clase, aceptaba la invitación de Ramón, su camarada de castigo, detenían el tiempo en el territorio de juegos del cuarto, desperdigaban tebeos por los suelos, reían sin medida, viajando sobre las costuras de los países de un enorme atlas, lejos, siempre lejos… aquel vivo color amarillo de las paredes lo mantenía a salvo, de alguna forma había aprendido a olvidar por unas horas, le curaba otro día. Pero la tarde tenía un fin, asechaba las seis, no podía ocultar un nerviosismo, el timbre lo sacudía en sobresalto. Con excusas le apremiaba marchar, nunca hubo ninguna pregunta, su amigo lo acompañaba hasta la parada, en cuanto doblaba la esquina, se levantaba de aquel asiento de madera y callejeaba sin rumbo.
Así, solo, el malestar regresaba, era entonces cuando más honda sentía una vergüenza que le aturdía, pensando cuan bajo e indigno era comparado con cualquiera de sus compañeros. Entonces echaba a correr, escapaba, huyendo de una culpa que le oprime el pecho, la deshacía furioso bajo las zapatillas, estrellándola en seco contra el muro del callejón sin salida, la tapia lo sujetaba entre jadeos, la inercia del galope en su corazón amordazaba las preguntas. Más calmado, se encaramaba y saltaba hacia el otro lado, recorría este embalse de miserias, buscando el rincón donde Manuel extendía sus cartones. Hoy el viejo tenía un día dicharachero, de recuerdos de tiempos felices, de altos techos desde la estatura de la niñez, gustaba escucharle, mirar sus manos moldeando el aire. Aún cuando el aliento del indigente era puro vaho de vino, el hálito de alcohol nunca portó una mala palabra, un mal gesto, en ocasiones Manuel lloraba, como un derrotado, entonces Ernesto arrastraba uno de los cartones, se recogía las rodillas entre los brazos y quedaba en silencio a su lado mirando hacia la nada ahumada de los ladrillos, los sollozos del anciano poco a poco remitían, al abrigo de la compañía.
—Ya es hora Néstor o perderás la última salida.
—Un día quedaré con usted, ¿me dejará?
—Tú tienes una familia, un hogar, no tienes necesidad, ¡venga Néstor! tu madre se preguntará donde estarás.
A esta hora, el interurbano es un portacarga de obreros de último turno, mercancía de cansancios, Ernesto apoya la cabeza en la ventanilla, siente su frío, mira como se estiran las luces de la noche, y se va empañando la ciudad, de vez en cuando cierra los ojos.
— ¡Eh muchacho!, hemos llegado al final de trayecto— lo despierta el conductor. Ernesto mira hacia los lados, y asiente, en aparente tranquilidad.
— ¿Sabes dónde estás? por poco te quedas a dormir aquí toda la noche.
Era una cochera, un solar que bien parecía un varadero de mastodontes mecánicos, de sombras desordenadas en la penumbra, tan sólo un punto iluminaba, desde lo alto de un poste.
—No se preocupe señor, llegaré caminando hasta mi casa, no queda muy lejos— mentía el chico. Cuelga la mochila en su hombro y se despide del empleado:
—Tenga buenas noches, buen descanso.
De reojo, el conductor vigila el andar del chico, precavido cierra el cajetín de la recaudación del día, un bolso raído ayuda a disimular el peligro de estas horas.
Ernesto mira su reloj —Es muy tarde— piensa. Sin embargo no traza un camino exacto, cierra los puños dentro de los bolsillos de sus tejanos. Un frío solitario barre las calles, zarandea envoltorios, los trae, se los lleva, los devuelve, ahora los retuerce en remolinos de mariposas sin vida, cáscaras sin valor de la ciudad. Su deambular es un zigzag sin mucho sentido por el imaginario callejero. Cruza un joven, la bufanda le oculta casi por completo el rostro, pero sus ojos han devuelto el mudo saludo de Ernesto. Los pasos irán ralentizando, acortando hasta detenerlo frente la verja de un portal, de puntillas pulsa el botón tibio con el número 7ºA, la respuesta demora, mas llega sin insistir otra vez en el portero, llega en una voz femenina desgastada por la edad que susurra un breve: “¿Sí?”
—Soy yo, doña Carmen, ¿me puede abrir?
—Claro Néstor
—Ya, gracias— arriba al auricular la voz contenida de Ernesto.
El pié impide que el muelle tranque bruscamente la puerta del zaguán, un temblor involuntario le ha recorrido el cuerpo, no pulsa el interruptor que ilumina la caja de escalera, basta con la que deja escapar la estrecha ventanilla del ascensor, asciende los escalones a oscuras, contando para sí los peldaños de cada tramo, sumando mentalmente los descansillos intermedios;”catorce” …“quince”…inspira breve ”dieciséis”. Sus pupilas escarban el resquicio bajo la puerta, en busca de alguna luz, algún ruido en el interior, suspira en alivio su ausencia, tienta una llave en el bolsillo de la mochila y abre lentamente…
Ya, amortajado bajo sus sábanas, es todo ojos atenazados por un acecho. La respiración tiene la exactitud de un metrónomo, cadenciosa y profunda, hasta sincronizarla con el golpe del segundero del reloj de la cocina en la noche. Agazapado espera interminable, aprieta las mandíbulas hasta producirle una punzada continua en la sien, inmovilizado, escucha el aire que inhala y le atraviesa, lo siente traspasar quemándole el interior de la nariz, le provoca un embuste de borrachera, mitigando por un momento la tensión. Algunas veces, quedaba dormido. Si al abrir los ojos, había amanecido, miraba el reloj, ahora sobre la mesilla, deseando que señalara más de las siete, exhalaba un suspiro que vaciaba sus pulmones, corría hacia el dormitorio conyugal a abrazar a la madre, recorría su cara, sus brazos, si no encontraba ningún moratón nuevo, la besaba y volvía a preguntarle: ¿Cuándo madre? ¿Cuándo nos iremos de esta casa? |