CUENTO PUBLICADO POR PRIMERA VEZ EN 1987 EN LA REVISTA ALCÁNDARA, DIRIGIDA POR EL POETA JOSÉ ALEJANDRO PEÑA.
Pequeña. Con los cabellos sueltos, de modo que se notan algunas ondas. Por encima de la frente le caen escarpados grupos de pelo rebelde, pero la gran masa se desplaza en curva, en negra ola marina que cubre las orejas y la nuca hasta caer en salto de largas líquidas hebras sobre hombros y espalda. Su frente se diría que es una brisa suave que se arremolina en los dos pequeños óvulos que forman los párpados. Allí se esconden unos ojos rápidos. De mirada que sugiere siempre una profunda concentración en el objeto que observa. Pensar en una gacela es pensar en sus pestañas, pequeñas y ágiles. Vista de perfil, su nariz es la de una típica mujer española. De frente, se pierde un poco de esta percepción, y nos recuerda más a los indios sudamericanos. El límite que separa la parte inferior de la nariz y el principio del labio superior está cultivado de un pequeño e invisible sembrado de pelitos que vistos a corta distancia hablan de un frágil bigotillo, muy femenino y altamente agradable, pues sus estambres se dejan llevar en baile de bolero por la húmeda exploración del beso. Las mejillas que protegen sus flancos son como pendientes tan tersas como la caída de la frente. Esta última se halla siempre cubierta de una leve capa lípida que multiplica su suavidad, semejándola a la sutileza que la lengua encuentra en las paredes interiores de la boca. Boca siempre callada, hecha para almacenar palabras que no pertenecen a idioma alguno, que se sueltan y amarran rojas en el beso. Bajar unos centímetros la vista es encontrarse con las mejillas, que doblan para hacer una barbilla de precisos ángulos que nos transportan, como en un caballo de rítmicos pasos, hacia un cuello pequeño y fino, de prudentes medidas. Se diluye éste en un busto donde nos detienen unos senos que, vistos de perfil, parecen haber sido dibujados a plumilla. Dispuestos en posición de atención, como dos redondos ojos que parecen mirarnos, no importa donde estemos respecto de ellos, con sus pezones que apuntan hacia el labio que sin verlos los mira. Pechos siempre prestos al placer de alimentar o alimentarse del placer. Dos piloncitos son en las cumbres de su par de planetas que unos marcianos dedos le hacen crecer las bermejas vibraciones cálidas. Representan señal inconfundible que debe tomarse en cuenta para identificar a su propietaria, pues se diferencian de aquellos raros senos en los que los pezones son continuación directa a la masa de la mama. Estos se hallarán siempre ubicados entre dos brazos que nadan por el aire, que ama su piel cobriza y terminan en unas manos entrenadas con arte en la caricia. Con los dedos largos, para que sea muy largo su hablar con otros dedos. Y hay una propiedad muy típica en sus uñas: manifestar su histérica lascivia provocando un dolor al hundirse en la otra espalda hasta que salga el rojo semen que de la herida traga. Ya pasado el dolor, y de vuelta a la calma, de regreso se desliza la vista por debajo de los brazos, y salta a los costados superiores e inferiores, que la invitan a dejarse caer por las onduladas que arrastran el pensamiento y las manos del viajero hasta llevarlo a darle de beber en sus caderas, mecerse por encima, mesarse por debajo y mozarse por su frente sin que la sed se apague, y continuar el viaje. Al dorso, si dirigimos la mirada bajo el cuello, nos enceguece una espalda en la que un par de planos se mueven como si un pez nadara por dentro de la carne, de muy pocos pero muy activos vellos que se erizan cual hierbas que saludan cada vuelo rasante de unas manos que se vuelven arena cuando el viento de un cuerpo se arrastra hecho cellisca en ese juego de llanura-ladera-llanura-ladera, llanura carnal desde donde a contranatura llueve desde abajo hacia el cielo de dedos el sudoroso aguacero donde truena ese roce feliz de la nube manual sobre su piel de suelo. Esa llanura de la espalda tiende a adquirir música al hacer contacto con un pecho propiedad de una mente que busca hacer posibles algunos pecadillos que ella aberrando adora, tal como te indicarán los altos decibelios de su aullido. Ya exhausto por la actividad, se levanta uno y ella se queda como dormida, y un ojo cuyo cansancio placentero no habrá logrado hacernos caer en sueño, podrá ver cómo un discreto río blanco y transparente, lento, parsimonioso, como disfrutando ir deteniéndose y dejando algo de él entre los poros y pelos, viene bajando de su cuello por su espalda, por su hermosísima espalda hecha montaña, hasta perderse en el desfiladero... Y descubren los ojos asombrados que allí donde la espalda deja de ser espalda encuentra el río su mar. Entre sus dos laderas, que los anatomistas llaman nalgas, unas divinas nalgas color de amanecer, que suben formando lo que para el geómetra sería un par de semicírculos. Hacia el lado izquierdo, hacia la frontera con el tórax, en lo que los modistos han llamado cintura, roza el cuerpo que se aparea con su cuerpo unos pelos íntimos que ostentan la pequeña ojiva, más sensible al tacto que a los ojos, y que se niega a ser arrancada del recuerdo. Es como un pellizco o rasguño quién sabe qué tiempo que dejó tímidamente levantada su piel. Se trata de la cicatriz, para el escalpelo acusioso del investigador que redacta un informe para la ciencia médica. Para la ociosa mente que al placer pertenece este micropellizco es una minúscula y ciega vulva que sin olor conversa con el lóbulo de quien a punta de nariz la a ausculta con inconfesables fines. A continuación encuentra el escrutador ojo del sabio erótico un par huequecitos que en buena simetría les hicieran sus padres cuando niña, en los centros traseros de ambos flancos de la hoy rica cadera. Ellos, para el cerebro que busca únicamente la pasión y el instinto, son dos apasionadas fuentes de invisibles e inexistentes pero apetecibles líquidos donde la lengua inventa el agua que bebe junto a la sal que a ella llevan los canales del sudor libidinoso. También podrían ser para el lascivo, dos redondas capletas especialmente recetables a aquellas lenguas cuyos propietarios sufren de ansiedades motoras y una horrorosa sed de lamidos incurable. Si se mueve la vista en sentido opuesto, hacia la cumbre, se está otra vez ante las dos nalgas. Son hemisferios cerebrales que alojan una mente cuyos pensamientos se expresan en temblores, movimientos musicales, segregación de líquidos, aperturas y cierres como en un enrojecido y nocturno juego de ajedrez consigo mismas. Una serpiente de vellos va en entrelazada marcha por el desfiladero que los une y separa, siguiendo la humedad de la costura que los une. Circunda toda la parte inferior de los ilíacos, pasando por un orificio negro y redondo, seguido por otro compuesto de dos almejas entretejidas. Hace un poco de calor en esta zona. El ojo es innecesario, y la respiración se hace difícil. El olor amarra en férrica soldadura de fuego la boca, lengua, labios, paladar, y toda otra carne que se acerque a su volcán oscuro. El viajero tiene que batirse en retiradas y regresos, tomar aliento suficiente para evitar ahogarse en la pasión de esta cuna del dolor y la dicha. Evitar que las piernas se cierren demasiado sobre sus sienes, ejercitar los labios en la instintiva intermitencia. Se recomienda no halar demasiado para que ella no sufra dolores innecesarios, dilatar la lengua y presionar pero con lentitud y prudencia, tratar de retener y obtener todo lo más que se pueda y, como buen catador de estos vinos íntimos dejarlos que se asienten en lento desplazamiento por las papilas del gusto hasta caer en los alveolos inferiores y luego dejarlos que se abracen y se abrasen al deslizarse al paladar, y entonces tragar lo suficiente. Dejar que algunas selectas ramitas negras que acompañan al divino líquido del placer pasen a dar mejor vida a nuestra faringe, y dejar otras sin pasar el velo para mostrarlas al final a los ojos de ella, como presea, como premio de colección proveniente de aquella espeleológica excursión corporal. Salido ya del sopor, es aconsejable sentarse en el piso, cerrar los ojos y descansar unos minutos. Luego hay que tratar de que la mente conserve datos suficientes para el caso de requerir la reproducción mental de lo acontecido o, como en nuestro caso, para redactar una buena comunicación, capaz de identificarla. Unos muslos pueden obstaculizar la vista e impedir ver suficientemente bien la planicie del abdomen. Hay que saltarlos y situarse cerca del vientre, todo lo necesario para una buena descripción que permita a cualquier lector localizarla. Para ello, desplácese el rostro hacia el frente, acérquese a menos de una pulgada, luego arrástrese la mejilla suavemente, para descubrir con vista, olor, ruido y tacto la ondulante meseta ventral, ahora inmóvil, como un lago liso y tranquilo, presta a la provocación de las barbas, la oreja, los párpados o la boca que la viaja, esperando que la nariz se meta y baile en el lago del ombligo y desate ondas concéntricas sobre el remolino de vellos. Para más detalles, favor de detenerse en la acurrucada abejita carnal que duerme en el centro, tocarla y darse cuenta de que está situada como a la puerta de una pequeña cueva, una falla, dirían los geólogos, a cuya entrada los años han dejado caer inofensivas estalactitas y estalagmitas de pelo. Más adelante, se presentan a la vista del viandante las ingles, otra vez los muslos, un lunar poco antes de llegar a las rodillas que saben vibrar como teclas de un piano en el momento exacto en que otras rodillas las invitan a música. Piernas, tobillos y el tendón de Aquiles se dejan caer formando ángulos de 90, 110 y 120 grados respectivamente respecto de la planta de los pies que sostienen el cuerpo durante el breve tiempo que no está en la cama. Estas son las señales que caracterizan a mi mujer perdida. Por este medio estoy solicitando a cualquiera de los lectores que haya tenido la oportunidad de descubrir los detalles referidos que me escriba, y si se encuentra con ella en este instante, que discretamente aproveche cuando se duerma exhausta de placer, para que me llame o venga al teléfono y dirección que anoto al final de este aviso. De antemano, estarán gratificados. |