altorcan
Salvado por la campana
Solía visitar a mi abuelo dos veces al mes, a pesar de la incomodidad del largo desplazamiento en autobús hasta su pueblo. Pero yo era su único pariente vivo, y mi deber familiar se veía acrecentado por su soledad y el deterioro de su organismo en los últimos tiempos. Además, las horas que pasaba con él me resultaban gratas e interesantes. No renunciaba a su actividad literaria, y durante mis visitas me contaba el avance de sus obras y me indicaba las lecturas que le interesaban. Yo le llevaba prensa y libros prestados de la biblioteca pública, pues con su pensión de profesor de instituto jubilado no podía permitirse comprarlos. Era reacio a los avances tecnológicos, por lo que también carecía de la posibilidad de leer por internet.
Yo me interesaba por su salud, y él me contestaba que se encontraba decaído, y que no duraría mucho. Un día me dijo que había tenido dos crisis importantes, una de ellas con pérdida de consciencia.
- Sabes, Alberto, - me dijo con gesto preocupado – lo que temo es que en una de estas crisis me den por muerto sin estarlo realmente.
- Abuelo, por favor, - le respondí dando un respingo de sorpresa- eso no va a suceder. Me parece que has leído demasiado a Poe.
- ¿Piensas que son sólo cuentos de terror? – me preguntó ligeramente enojado- Pues has de saber que algunas estadísticas hablan de un 10% de personas a las que afecta este síndrome de muerte aparente.
Callamos durante un momento y luego prosiguió algo más calmado:
- ¿Sabes lo que quiere decir “salvarse por la campana”?
- Creo que es una expresión que se usa en el boxeo –le respondí.
- Efectivamente, pero no es ese su origen. Antiguamente algunas personas se hacían enterrar con el extremo de una cuerda dentro del ataúd. Al exterior la cuerda terminaba en una campana que podía ser sonada por el enterrado en caso de “despertarse”. Y en uno de los periódicos que me trajiste en tu última visita, he leído una noticia interesante. Un señor en Estados Unidos pidió ser enterrado con su teléfono móvil. Ésa puede ser también mi campana. Yo nunca he usado móviles, pero sé que tú tienes dos. ¿Me prestas uno de ellos, por favor? Ah, tendrás que enseñarme a usarlo, y asegurarte de que lo lleve conmigo cuando me entierren.
Traté de convencerlo de que era una precaución inútil, o al menos excesiva, pero tras su insistencia acabé por acceder a su petición.
Hoy, cuatro meses después de aquella charla, regreso del pueblo en autobús. He asistido al entierro de mi abuelo, y para cumplir su voluntad, he dejado en su bolsillo el móvil activo, con la batería cargada y con mi otro teléfono como único registro en la agenda. Estoy llegando a la capital, y estoy triste. Me costará acostumbrarme, extrañaré mucho las visitas que le hacía. De pronto, oigo el repiqueteo de una llamada en mi móvil.
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poirot
Saber Decir “No”.
Normalmente la desgracia nunca suele presentarse de forma repentina. La mala suerte comienza a caer sobre nosotros, sin percatarnos , de manera natural y, cuando queremos darnos cuenta nos encontramos hundidos en lo más profundo de un pozo del que nunca podremos salir. Yo si podré, y esta carta será mi despedida, del pozo y de la vida. No puedo soportar más indignidad. Una pistola Astra y la única bala del cargador serán las llaves que me liberen de este mundo.
Todo comenzó hace unos meses, una mañana de sábado cuando me acababa de levantar. Sonó el timbre, abrí la puerta y vi una hermosa cara sonriente. “Hola vecino”, me dijo con una suave voz. Soy Sandra y vivo en el tercero izquierda. Iba a desayunar y me di cuenta de que no tenía leche. ¿Me podría dejar una jarrita..? Semidesnatada si es posible.
Evidentemente abrí la nevera y le entregué un brick entero de leche, casualmente semidesnatada. Ella me dio las gracias y subió por las escaleras. Mientras lo hacía, observé su figura. Unas piernas largas, eternas, que finalizaban en un trasero de esos que harían volverse a todos los integrantes de la Conferencia Episcopal. Falda corta, de una corbata saldrían tres y una camiseta de tirantes. Ese fue el principio. A partir de ahí las peticiones se hicieron cada vez más frecuentes. Siempre fui incapaz de decirle no. ¿Me prestaría una cacerola? ¿Me puede prestar su portátil? ¿Podría dejarme la televisión? Es que se averió la mía. Luego la confianza se incrementó: ¿Me prestas tu cámara fotográfica? Oye, que se me ha estropeado la bañera. ¿Me dejas tu jacuzzi? Y a los diez minutos un par de fontaneros aparecieron para desinstalar mi jacuzzi del cuarto de baño y traspasarlo al de mi vecina pedigüeña dos pisos más arriba. Nunca me devolvió nada, luego me pidió el ordenador portátil y el de sobremesa, la cocina, la caldera de la calefacción, el sofá, el colchón, somier y cabecero de mi cama. Hace unas horas, finalmente, cuando me disponía a acostarme en el suelo de lo que alguna vez fue una confortable habitación, volvió a sonar el timbre de la puerta. Abrí, era ella. ¿Vecino, me prestas tu casa? Le di las llaves y salí a la calle. Se que nunca me devolverá nada de lo que me pidió. Soy un imbécil que no sabe decir que no y ya no puedo caer más bajo. Esta es mi despedida. Una pistola y una bala en el cargador. Será rápido. Apoyo el arma en mi cabeza y noto la sensación del gatillo sobre mi dedo. De pronto escucho una voz.
-Te estaba buscando y creí que no te encontraría. ¡Me tenías tan preocupada! Oye… ¿Me prestas tu pistola?
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